Es difícil conciliar estos dos conceptos. ¿Cómo cultivar el primero sin desairar al prójimo que cree en nuestros méritos? ¿Cómo aceptar el segundo sin asomo de la abominable vanidad? Hay que creer en que es posible un equilibrado balance entre el sentido del deber y las capacidades propias. Escribo estas palabras con el soterrado prurito del pudor, aquel que se moviliza cuando nos referimos a un ente que somos nosotros mismos. La impronta del yo es indispensable, pero al mismo tiempo, unos pareceres de poderoso perfil comunitario desplazan al yo.

Vengo de saborear numerosas muestras de gratitud. El querido claustro en el que estudié y en el que laboré hasta el año pasado creyó adecuado homenajearnos a mi colega Cecilia Vera de Gálvez y a mí, en un acto conjunto en el cual brilló por encima de todo la palabra. Porque hubo una puesta en común de palabras de muchas bocas que se fueron al pasado y encontraron hechos dignos de ser evocados en estos momentos, cuando el tiempo de clausura nos recuerda que somos seres caducables y finitos, que precisamente ya educamos a suficientes seguidores para tomar la posta del camino.

Lo digno de mayor mención es que trabajamos con la literatura. Invitamos a varias generaciones de jóvenes a leer de “determinada manera”, algunos desde esa plataforma dieron el paso a producir sus propios materiales creativos. La cita dentro del aula introdujo una llama que consiguió prender a muchos (jamás la mayoría, no me engaño) en el fuego inextinguible de una revelación medular: que la vida contenida en el idioma replica la realidad y la recrea, la levanta, la reconstruye en aras de la imaginación para hacer posible otros mundos, otra clase de seres humanos. La palabra lírica ahoga al poeta en sus azares interiores y lo impulsa a un derrame en que nos reconocemos todos.

Conseguir que esas experiencias sean sentidas y comprendidas por los estudiantes estuvo en una de las metas de nuestro quehacer. Pero también conseguimos romper el cerco del aula y salir a codearnos con la comunidad: la palabra se concentra en libros, los libros necesitan editoriales; las editoriales, promoción; los escritores requieren de lectores y vitrina; todo eso se encadenó en una serie de acciones que con el pasar de los años se dio en llamar “gestión cultural”. Y las instituciones entraron en diálogo para acoger las iniciativas de distinto origen. En eso nos hallamos, en la lucha por aunar fuerzas, por acercarnos y no de rivalizar.

Estamos convencidas de que nuestra ciudad necesita leer y leer literatura. La sed de compartir, de multiplicar y llamar ha guiado nuestros pasos y si me atengo a la noche del homenaje, “las Cecilias” podemos sentir el alivio del fruto: nuestros exalumnos están haciendo lo suyo, con gusto nos sentamos junto a ellos y coparticipamos en la renovación del panorama docente y creativo de la literatura guayaquileña y nacional.

La ola de gratitud es de ida y vuelta. La Universidad Católica de Santiago de Guayaquil nos acogió y por ella nos esforzamos durante varias décadas, centenares de jóvenes respondieron a la invitación de crecer. Con voz serena puedo combinar humildad y satisfacción. (O)