Junto a la relectura de La divina comedia –enmarcada en el creciente fenómeno virtual #Dante2018–, reviso otros títulos, aquellos que siempre están al alcance de la mano, por fidelidad inclaudicable, por fe en sus siempre renovados mensajes. Algunos pensarán que es un aspecto de la tercera edad: ser pertinaz en ideas, costumbres y gustos; a ratos podría parecerse a la obcecación o a ese soterrado rechazo a lo nuevo que suele aparecer en madurez.

Con los libros se construyen relaciones como con las personas: con unos pocos se cala hondo en la entrega mutua y se intercambia comunicación para siempre; por eso se relee tanto o más de lo que se lee, y por eso se aprecia a los clásicos con la convicción de que el frecuente acopio consigue logros actualizados. Mis lectores saben que soy cervantina, sorjuanista, flaubertiana de base, pero que no me cierro a los frutos coetáneos de la cultura; que viajo entre los libros dentro de los linderos de un mismo día y que, repetidamente, traigo a esta columna los frutos de mis meditaciones.

Una tarea hace que haya vuelto a la histórica relación sor Juana Inés de la Cruz-Juan León Mera, relación a base de libros –como no podía ser de otra manera entre dos escritores separados por más de 150 años–, y amplíe mis percepciones sobre nuestro polígrafo ambateño. A sus manos llegó una pésima edición de las obras completas de la monja mexicana, pero pasando por encima de errores y enmiendas apreció y valoró el caudal de tesoros literarios que provenían de la poeta. Releo el largo estudio con que presentó la antología que publicó en Quito, 1873, y veo cómo brilla, entre rechazos, la admiración al talento versificador y a la genial creatividad de sor Juana.

Para Mera, la influencia de Góngora –faro de audacias entre las contenciones de la lírica consagrada– fue negativa y acusó a la monja de haber caído en excesivos quiebres culteranos; rechazó mucho de lo que hoy aceptamos como muestra de los avances libérrimos de su decir poético, por ejemplo, que su sensibilidad de criolla inteligente haya dado puesto a los idiomas nativos en su obra, tildándolo de “despropósito y miseria”. Sin embargo, defiende que “en la más defectuosa de las piezas de nuestra poetisa, hay rasgos que revelan su genio”.

Con esa palabra nos quedamos. Y con muchas más porque Mera se arrebata de admiración y convencido, como tantos ahora mismo, de que solo quien ha amado puede escribir intensamente sobre el amor, atribuye a un vínculo secreto e irrompible la amplia gama de poemas amorosos de la monja. Lo brillante: percibe una “tendencia congénita a pasar de la superficie al centro de las cosas” en sus textos, es decir, la veta de reflexión enjundiosa que hace que hasta sus poemas de lucimiento social y de halago tengan un peso que bucea en lo profundo de la vida.

No sorprende, pero no deja de molestar, que para el autor de Cumandá la autora esté provista de “un varonil a la par que afectuoso corazón” con que explica la fuerza de la expresividad poética. Para él, cuando la inteligencia de las mujeres venía aunada con un apasionamiento vigoroso, la dueña de esa unidad tenía que andar con pies de plomo. Estaba a un ápice de la caída. (O)