Varias veces me has oído decir que uno envejece mucho más rápido cuando es padre. Es verdad. Y esto no te lo digo a modo de reclamo. Hay gratitud en estas palabras. Eres mi cable a tierra. Gracias a ti –y a tu hermano– no soy un adolescente de cuarenta y tantos años jugando a ser un adulto. Quizás se me puede acusar de cuarentón excéntrico; algo inestable, por el conflicto que en todos produce el dilema entre crecer y mantenerse fiel a lo que piensas y sientes.

Es como si en un parpadeo hubiera pasado todo: tus llantos al nacer, tu rechoncha fachita de lechón en el cunero (daban ganas de ponerte una manzana en la boca), tus disfraces, tus furtivas visitas a mi estudio a jugar con marcadores y con arcilla, tus Legos, tus intentos por asustar a mamá con un grillo entre tus manos, tus bailes con una escopeta de juguete en Alabama, las andadas en bicicleta en La Carolina, tu fascinación con los aviones y los autos de fórmula 1… De pronto tienes 11 años y eres todo un hombrecito. Buscas un look, un peinado y una facha. Veo callado esa búsqueda en la que te sumerges, tratando de averiguar qué significa ser tú. De pronto, el pequeño preguntón se ha vuelto un conversador larguirucho, que se pone los jeans de su madre, tanteando el mundo como lo que es, un hielo delgado sobre una laguna congelada.

Entras en una etapa complicada. La vida dejará de ser una pelota y se convertirá en una montaña rusa. Vive y disfruta, pero sin quemarte. Guarda siempre unos cartuchos para después. La miopía de la euforia pasará y descubrirás que sí vale la pena esperar por el día siguiente. El paradigma ocurre cuando quieres vivirlo todo, de una sola sentada, y no dejas nada para después. Evita ese camino. He visto a muchos apagarse por aquel sendero.

El mundo que te toca vivir es terrible. Incita y premia la reacción, desmereciendo cualquier acto de reflexión. Muy lejos de aquí, los contemporáneos a tus abuelos vivieron su infancia entre las ruinas de una gran guerra, y crecieron reconstruyendo lo que sus predecesores destrozaron. Tristemente, te tocará algo similar; y no hablo de los miserables escenarios que aún producen las guerras. Más allá de las ruinas de ciudades y edificios está la gran contradicción de un mundo que esquizofrénicamente busca la paz, sin aprovechar la calma de la razón.

Si un consejo puedo darte es este: no calles nunca. Preferible es siempre arrepentirse de haber hablado demasiado, a lamentar no haber dicho nada en el momento adecuado. Callar es dejar de vivir, y no vale la pena. Encuentra ese equilibrio entre individuo y animal social. No podrás hacerlo todo tú solo. No vale la pena siquiera intentarlo. En mi adolescencia callé una profunda depresión por más de dos años, y ningún trofeo provino de aquel silencio.

Espero que hayas tenido un gran cumpleaños. Tu madre y yo estamos aquí para lo que quieras. Si las incertidumbres no lo impiden, te propongo reunirnos, conversar sobre este escrito dentro de diez años. (O)