Que nuestra proverbial capacidad de ir de tumbo en tumbo se reedita cada tanto, no hay quien lo dude. Como país tenemos una exquisita propensión por el ridículo, ¿o ya no nos acordamos del lanzamiento del satélite Pegaso, los anuncios de nuestro entonces presidente Correa, como el segundo mandatario más popular del mundo o este mismo personaje, anunciando en sabatina que en materia laboral la habíamos hecho tan bien, que teníamos menos desempleo que en Alemania?

Lo importante es que siempre podemos superarnos en este campo, cada personaje pintoresco que ha pasado por nuestra política nos ha dejado casi invariablemente una sensación de “¿qué hicimos para merecer esto?”. Ese malestar entre pecho y espalda, esa vergüenza ajena que nos corre de la cabeza a los pies cuando salimos del país y algún colega se acerca armado de la mejor sonrisa a preguntarnos si es verdad tal o cual noticia sobre el Ecuador, pues varias de estas son de tal naturaleza que parecen más un bulo que un reportaje. “En serio el presidente de tu país dijo que como jefe de Estado, era por tanto el jefe de cada una de sus funciones?”, inquirían con fingido tono serio y aguantando la carcajada, cuando se referían al brillantísimo análisis hecho por Correa sobre su rol como presidente dentro de la teoría revolucionaria del Estado. “¿De verdad le pusieron grillete electrónico al periodista que denunció los actos de corrupción del gobierno?”, preguntaban entre entretenidos y asombrados, al saber que Fernando Villavicencio se vio sometido a semejante medida infamante, tras ser acusado de “difusión de información sometida a reserva”.

Al parecer las heroicas gestas del correísmo en materia de ridículo están lejos de desaparecer y, al contrario, se lucha por reeditarlas por algunos sectores de este periodo. ¿Recuerdan el “Snowden affaire”? Luego del asilo a Julian Assange en nuestra embajada en Londres, apareció otro “alertador” o whistleblower, me refiero a Edward Snowden, exagente de la CIA y luego empleado de una compañía contratista de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense, quien mostró evidencia de complejos sistemas de espionaje que se mantienen por parte de Estados Unidos e Inglaterra. Estas revelaciones las hizo al diario inglés The Guardian en Hong Kong para luego partir hacia Rusia, desde donde, de acuerdo a su propia versión, iría a Ecuador, país que le había otorgado asilo político.

Cuando no salíamos todavía del asombro por lo dicho por Snowden, apareció Assange, quien desde nuestra sede diplomática en el Reino Unido anunció a nombre del país, que Ecuador había otorgado un salvoconducto al whistleblower, a través de cónsul de Ecuador en Londres. No fue el embajador, ni el canciller de entonces Ricardo Patiño o el presidente Correa quienes anunciaron esta medida diplomática de protección. Fue Assange, nada más ni nada menos, como dueño de la política internacional de esta república bananera, misma que necesitaba que nuestro huésped en la embajada hablara a nombre de las autoridades ecuatorianas.

¿Qué pasó luego? El ridículo se maximizó. Tras una llamada a Correa del vicepresidente de Estados Unidos Biden, el Gobierno asumió la posición menos digna posible. La de negar su participación en el tema y endosar todo el rollo al pobre cónsul del Ecuador en Londres. Para colmo del escarnio, posteriormente se publicaron correos electrónicos cursados entre este funcionario diplomático, la presidencia de la República y otros altos cargos del correísmo, en los que no solo requiere autorización para actuar, sino que solicita se le instruya en el tema, pues sus conocimientos no bastaban para cumplir semejante empresa.

Cuando pensábamos que estos episodios del folclor revolucionario se habían superado, se nos ha obsequiado esta semana con otro evento igual de pintoresco. Todo empezó por la filtración del pronunciamiento de Inglaterra, negando la aquiescencia al nombramiento de Julian Assange como funcionario diplomático ecuatoriano en ese país. Hechas las averiguaciones, resulta que en diciembre se otorgó la nacionalidad ecuatoriana al célebre alertador e incluso se le expidió una cédula en la que aparece como vecino de este humilde servidor (parroquia Chaupicruz), pese a que en su vida ha puesto un pie en territorio continental ecuatoriano. Más de uno consideró que esto podía tratarse de un bulo, pues resultaba difícil creer que nuestra política internacional pueda ser lo suficientemente estúpida como para acudir a este mecanismo, tratando de engañar a todos, como vendedor de autos usados de mala calaña. Tal vez algún niño en Manabí fue bautizado con ese nombre, decían algunos, “no hagan caso a los rumores de redes sociales” decía la propia canciller, quien al día siguiente tuvo que reconocer en rueda de prensa y sin preguntas, que todo era cierto y que Ecuador cuenta con un nuevo ciudadano.

En fin, trampas burdas, engaños infantiles, explicaciones babosas, pretextos pueriles y la evidencia de que nuestra política internacional no ha cambiado la dinámica que la dirigió los últimos diez años. (O)

... “no hagan caso a los rumores de redes sociales” decía la propia canciller, quien al día siguiente tuvo que reconocer en rueda de prensa y sin preguntas, que todo era cierto y que Ecuador cuenta con un nuevo ciudadano.