Han degradado tanto a la justicia al punto que cuando mantuvieron el poder la hicieron sirvienta de sus peores propósitos, y al perderlo culpan a la misma de todos sus casos de corrupción que merecen ser sancionados. Pasa en Ecuador, Brasil o Argentina donde sus exmandatarios esperan sentencias de magistrados sobre los que esparcen dudas de su imparcialidad y a la que en su conjunto llaman: judicialización de la política, cuando en realidad no pasa de ser una sanción a los delitos cometidos cuando hicieron de la administración del poder un espacio de hechos punibles que requieren pena severas. No hay judicialización de la misma, lo que existe es temor a pasar por las cárceles previa humillación pública. Los expoderosos temen a las instituciones que fueron sometidas a sus caprichos porque las juzgan como ellos la tuvieron durante su mandato.

Los políticos deben comprender que vivimos nuevos tiempos, en los que la transparencia es el eje dominante de las acciones sociales. Los mismos jueces saben que sus actos son escrutados por sociedades con mayor capacidad de información y de distribución de la misma. Los tiempos actuales hacen más difíciles a los corruptos usar frases clichés como lo de “judicialización de la política” para escapar a los rigores de la justicia y esto vale tanto para los de derecha como los de izquierda. Lula sabrá el 24 de enero si va a la cárcel y de nada le valdrá el argumento de que sea el candidato más popular para los comicios de octubre. Si obró mal no le queda otra opción que pagar sus consecuencias. Tampoco le sirve mucho a la senadora Cristina Fernández su investidura si sobre ella pesan argumentos que la consideran responsable de hechos delictuosos. No hay judicialización de la política, lo que existe son hechos de corrupción sometidos a los castigos establecidos en la norma. Jueces y fiscales deben presentar los hechos de forma inequívoca para que nadie saque conclusiones de que están persiguiendo a los que tuvieron poder o a los que lo detentan en la actualidad, como los presidentes de Perú, Argentina, Colombia o Panamá.

Los expoderosos temen a las instituciones que fueron sometidas a sus caprichos porque las juzgan como ellos la tuvieron durante su mandato.

Un escándalo de proporciones se desarrolla ahora en Paraguay, donde se cuentan los enjuagues entre políticos y miembros de la justicia y que acabó con dos prominentes senadores que han sido despojados de su condición de tales por acusaciones de sus propios colegas. El hecho apuró el fin del gobierno de Cartes, cuyo candidato fue derrotado en los comicios de diciembre pasado. La discusión acerca de si los medios de comunicación deben difundir o no conversaciones telefónicas sin orden judicial quedaron a un lado porque justamente lo que se pone en evidencia es la abierta colusión entre el poder político y el judicial para mantener los niveles de corrupción tan altos.

Vivimos tiempos nuevos y los políticos viejos deben abandonar las explicaciones torpes de creer que la sociedad todavía se traga los cuentos acerca de los cucos de conspiración y acoso.

Los hechos delictivos no tienen otro nombre que eso: delitos y los que han perdido poder deben someterse a sus consecuencias legales. Bien les hubiera ido si cuando fueron administradores de la cosa pública no hubieran usado la justicia para perseguir a sus opositores o condenarlos por hechos inventados. Hoy se hubieran sentido más seguros y no hablarían de “judicialización de la política” como lo hacen buscando tontamente nuestro apoyo y beneplácito. Que la justicia haga su tarea y no les tiemble la mano a los magistrados porque la sociedad quiere signos de reivindicación y confianza. (O)