Lo único que debería ser perpetuo es la posibilidad de cambiar a los gobernantes, como quien cambia de voces y puntos de vista en una novela. Hay muchos motivos para defender esa renovación, pero solo quisiera centrarme en dos: la percepción agotada y la monotonía.

Sobre la percepción, bastaría el ejemplo de un huracán. O del ojo del huracán. Visto desde lejos, es posible captar su avance, la fuerza con la que arrasa el paisaje, la turbación con la que el mundo se agita como si no hubiera ningún lugar en el cual refugiarse, salvo esconderse bajo tierra. De igual manera, quien va a entrar a un gobierno cuenta, por un tiempo, con la “distancia” para advertir peligros. Cuando se entra en el ojo del huracán, sobreviene la calma. En el centro del huracán no hay nada. Dicen los meteorólogos que en ese centro el cielo es azul y pacífico y nada queda de la percepción panorámica de devastación: no hay ruidos, ni vientos salvajes, ni destrucción. No se percibe nada. Todo parece normal. De igual manera, cuando se asumen cargos de poder, a pesar de que hubo agitación hasta acceder al centro mismo del huracán, luego se modifica la percepción: se cree estar en medio de un lugar calmo y ya no se ve lo que ocurre a su alrededor. El individuo, el gobernante, con el pasar del tiempo en el poder, ya no puede ver lo que ocurre a su alrededor. A esto se suma un agravante particular: el envanecimiento. No es un tema menor. Es relevante en un país donde las diferencias sociales son tan marcadas y hay grandes masas de población en condiciones de pobreza e indefensión. Ante este escenario, se considera al cargo público una meta laboral de gran retribución económica (y no hablo de la corrupción) y una especie de reconocimiento honorífico. No lo es. Quizá una solución para eliminar esa expectativa económica es que todo cargo político tenga una retribución salarial idéntica a la que se percibía antes de asumir el cargo, así se reducirían los márgenes de oportunistas laborales. Y respecto al supuesto lado honorífico, ese mérito solo se obtiene a posteriori, por la demostración de resultados al final de la trayectoria. El cargo político de turno y el funcionario son servidores públicos: no tienen ningún motivo para envanecerse porque el papel que deben cumplir es el de eficacia y dignidad ejerciendo sus funciones, y el cese inmediato por su incumplimiento, incluso por malas maneras. Ocurre lo mismo que en la vía pública: los peatones son permanentemente atropellados por quienes conducen. Y la lógica perversa es que si a esos peatones se les entrega un volante, suelen aplicar la misma discriminación y olvidan que fueron peatones maltratados. Así es este país, es la muletilla exculpatoria y resignada y perversa. Así es, de acuerdo, pero hay que trabajar para corregirlo. Y una de esas herramientas es imposibilitar que alguien permanezca indefinidamente en ningún cargo. Empezando por los presidentes.

La historia está plagada de casos donde la corrosión de una “dictadura perpetua” (la expresión es de Juan Montalvo) exige décadas de saneamiento. No se trata solo de evitar los personalismos, sino de educar en una sólida formación política de partidos y cuadros.

Así como segundas partes nunca fueron buenas, segundas presidencias tampoco lo son. No digamos terceras y cuartas. La historia está plagada de casos donde la corrosión de una “dictadura perpetua” (la expresión es de Juan Montalvo) exige décadas de saneamiento. No se trata solo de evitar los personalismos, sino de educar en una sólida formación política de partidos y cuadros. El principal beneficio de la alternancia presidencial es forjar partidos coherentes que eviten el personalismo. Cambiar al hombre de turno evita ese envanecimiento absurdo del poder que es, a fin de cuentas, un error de la percepción: quien entra al ojo del huracán termina, en muy poco tiempo, por no ver el huracán. Es una fatalidad ciertamente, pero para las sociedades es mejor la fatalidad de tiempo limitado de un individuo que una sociedad condenada a la ceguera déspota de ese individuo. Solo entonces se cumplen las ventajas de la democracia: si se evitan perpetuaciones perniciosas. Si ese es el planteamiento central de la próxima consulta popular en Ecuador, hay que ser muy claro y afirmar que “sí” por la fluidez de la democracia. Y no entro a abordar los otros puntos de la consulta porque me parecen de una evidencia incuestionable: sí contra la corrupción y sí a que los funcionarios corruptos respondan con su patrimonio personal, sí contra la prescripción de delitos sexuales, sí contra todas las aberraciones que se pretenden perpetuar. Hay demasiadas preguntas para la consulta popular. Siempre se dice más diciendo menos, pero con la claridad de las ideas centrales. Parece inevitable incurrir en una estética barroca que se filtra hasta en la política. Pero la respuesta puede ser diáfana: sí a olvidar a políticos funestos de un ego desproporcionado que llegaron a hablar de “majestad presidencial”. No existe tal majestad presidencial: es retórica, y de la más perjudicial: la del efectismo populista. Y hay que decir que sí se deben acabar esas dictaduras perpetuas para rescatar las que ciertamente pueden ser precarias y frágiles democracias, donde, sin embargo, no gobierna siempre el mismo. Apostar por la democracia perpetua, por la posibilidad de que el voto disidente favorezca la alternancia de todos los puntos de vista, es apostar por cambiar la muletilla de que así es este país.

¿Por qué yo, interesado sobre todo en las novelas, en escribirlas y en pensar sobre ellas, me preocupo por que nunca se repitan los gobernantes? Quizá porque en una novela, cuando solo una voz cuenta la historia y no cambia el punto de vista, es cuando saltan todas las alarmas: esa voz está implicada y algo defiende y oculta o acaso engaña. Solo si se permite que entren ocasionalmente otras voces en los diálogos, y testimonios de otros personajes, entonces se puede comprender cuál es el punto de verdad de ese narrador único. Las novelas que no lo permiten recaen, además, en la monotonía. Este era el segundo motivo para defender la renovación: hasta la política debe ser algo menos aburrido por monocorde. (O)