La salud es un don que, como tantos de la naturaleza, se aprecia cuando se mengua o se pierde. No hay peor cosa que la vida sin conciencia, me digo, al calor de mis propios tambaleos y poniendo la mirada en quienes transitan con la ligereza de los sanos. Basta cruzar el umbral de un hospital para percibir de golpe cuán débil es el armazón complicado y bellísimo del cuerpo. En esos templos de obligada presencia para el que se ha tropezado con el fantasma de la enfermedad, se concentra la verdad de la reducción o la pérdida de la salud.

Me decía una cabeza pensante: en la escuela se debe enseñar a los educandos a nutrirse, por allí empieza la cadena de buenos hábitos que ha de conducir a las personas al dominio de la alimentación necesaria. Mientras la publicidad ha sobredimensionado las satisfacciones de la mesa, azuzando las apetencias gastronómicas y situándolas en el plano de los consumos privilegiados, una corriente de concienciación sobre las consecuencias del comer en exceso o con desbalances recorre el mundo.

La herencia genética también nos regala salud o nos pone en riesgos de ser asaltados por los males de nuestros antepasados, el tenerlo claro puede paliar con acciones adecuadas el ataque anunciado. Estas realidades le abren un nuevo frente a la vida, el que nos aconseja tener médico de cabecera, visitarlo periódicamente y ser atentos a los signos que el cuerpo va dando de todo tipo de asimilaciones o rechazos.

Creo que el concepto de estrés ha levantado un instrumento de medición en la vida cotidiana que cualquiera puede tener a la mano, a la hora de clarificar los malestares que hacen latir las sienes, precipitan el corazón y riegan de fatiga e insomnio los días vividos. Cualquiera diría que nos hemos acostumbrado a él, que las habilidades de la sobrevivencia nos sacan vivos de los lapsos caóticos y tensionados que invaden todos nuestros ambientes. Pero algo se va mellando, unos dolores leves, un peso sobre la cabeza, hasta el desánimo reduce las energías vitales.

Si bien los años propician las enfermedades, estas no son exclusivas de los viejos. El niño enfermo es un grito elocuente de la condición humana, proclive al dolor y a la finitud en cualquier momento. El dolor tiene tanto puesto como el placer en la red de las sensaciones experimentables, y si bien el Eros que conduce nuestra vida es poderoso y se impone, no podemos perder de vista que Thánatos triunfará, con una decisión de la que no tenemos la menor percepción.

Dicen los entendidos que sí podemos diseñar vidas saludables. Que quien fuma, bebe y consume drogas sabe a lo que se expone, que los componentes de los comestibles están a la vista y se ingieren con conciencia del daño, que el sedentarismo fosiliza articulaciones y afloja músculos paulatinamente. Todo esto puede ser cierto, pero sale al primer plano de atención de algunos, cuando un ser querido es visiblemente afectado por esas causas o, muchas veces, cuando en la existencia personal, es demasiado tarde.

Sí, debemos enseñar el cuidado por la salud. (O)