Durante la última década, Rafael Correa Delgado, a través del Ejecutivo, dominó buena parte del escenario político ecuatoriano, colocando a las restantes funciones del Estado en calidad de apéndices o invitadas de piedra dentro de la administración pública, dado su criterio laxo y hasta aldeano respecto a lo que representa ejercer la Jefatura del Estado y de Gobierno que menciona el art. 141 de la Constitución.

Con ello se relativizó la teoría de Montesquieu, cuyos conceptos prevalecen en todo régimen democrático. La consecuencia de ello fue el relajamiento en la aplicación de pesos y contrapesos tan necesarios para poner límites al poder, lo que condujo a la existencia de un gobierno autocrático que en muchas formas revivió esa época de la monarquía absoluta francesa en la que los excesos y pretensiones llevaron al rey a exclamar: “El Estado soy yo”.

De ahí que el correísmo sea una de las épocas más opacas de nuestra vida republicana respecto a la defensa de los derechos humanos fundamentales como, por ejemplo, la libertad de expresión y pensamiento que siempre estuvieron (y aún están) en permanente tensión con el accionar de autoridades genuflexas al poder.

En diez largos años se promovió el pensamiento único, es decir, el discurso presidencial transformado a la categoría de evangelio y cuya difusión estuvo a cargo de un gigantesco aparato de propaganda, a través del cual se divulgaron “verdades” y líneas argumentales que las autoridades y un obnubilado electorado recitó como parte de un eficaz proceso de domesticación ciudadana que se evidenció en la desactivación de la protesta social y en la incapacidad para ejercer la crítica de un buen segmento de la población. Solo así se entiende cómo un proyecto político de esas características pudo mantenerse vigente por tanto tiempo, donde más de un charlatán de feria adquirió la condición de iluminado.

Hoy, los organismos de control dan cuenta casi a diario y a todo nivel del manejo irresponsable de los recursos, como consecuencia de no lograr diferenciar lo público de lo privado, así como el interés particular del bienestar general. Los índices de transparencia colocan al Ecuador en una posición incómoda a nivel internacional.

Desde el poder, y más aún en la forma como fue entendido durante el correísmo, se jugó con las apariencias, creando ficciones económicas y sociales que hoy el nuevo gobierno ha debido desvelar y poner en su real contexto y dimensión. Entonces, ha comenzado el ocaso de Rafael Correa.

Tanto es así que en su reciente visita al país acumuló varios reveses políticos. No fue suficiente su presencia para impedir la convocatoria a referéndum y consulta popular que hoy ya tiene fecha para su realización. Tampoco pudo controlar la ruptura que amenaza con producir la implosión del movimiento Alianza PAIS. Más bien su intervención generó mayor tensión con su propia organización y otras tiendas partidistas, que deja en evidencia la existencia de un país confrontado.

Se lo vio a Rafael frustrado, políticamente desarmado y huérfano del apoyo popular. Su revolución ciudadana no pasó de ser una gran farsa social y hoy la ley de la gravedad hace que caigan una a una todas sus máscaras. (O)