Cada día estamos más conectados. En el trabajo, en la casa, en la piscina y la cama. Computadoras, celulares, Twitter e Instagram. Además, tenemos acceso a la mayor biblioteca de la historia, no solo en contenidos acertados y ciertos, sino también a todas las posturas, mentalidades, ignorancias, desenfrenos, atrevimientos y demás barbaridades. La basura digital, en realidad, no es basura, es, nada más y nada menos, la pintura de nuestra sociedad: sus anhelos e ideas, o, precisamente, su falta de anhelos e ideas. Disculpen lo apocalíptico, no es mi género. Eso sí, les recomiendo como lectura salvavidas Fahrenheit 451, de Bradbury; Mundo feliz, de Huxley; y La carretera, de McCarthy (Pulitzer 2007). Cada vez estamos más conectados con nuestros megas y más desconectados con nuestros ojos.

La gente, por sorprendente que parezca, está perdiendo la capacidad de hablar, o mejor, no sabe cómo hacerlo, no sabe mantener una conversación, no sabe ver y escuchar al otro. Hace algunos años, el conversar con un whisky o una cerveza de mayor calidad era calificado, aunque fuera en broma, de plan alcohólico; ahora solo puedo decir que es loable ese plan, pues es sentarse (nótese, cercanía física) a conversar, a hablar de la vida, quizá, todavía mejor, comentando la calidad del producto. Sí, un plan entre amigos: conversar y catar (no me refiero a emborracharse, eso es lo propio de hoy, emborracharse de mensajes, de pornografía y, cómo no, de alcohol). Conversar, conversar. Cara a cara, ojo a ojo, incluso llegando a las lágrimas. Hablando con gestos y no emoticonos. Ya no se sabe cómo conversar hoy. Es común ir a una cafetería y ver a personas frente a frente, con las cabezas agachadas perdidas en el celular: ¿estarían chateando, al menos, entre ellas?

Las conversaciones hoy son presas de la fugacidad. Una mirada cada dos minutos al acompañante, ojalá un chiste, y luego otros dos en miles de mensajes y fotos con personas que por más que los megas los acerquen, están lejos. Dos palabras al “amigo” y treinta mensajes sin trascendencia a un lejano. Estar sin estar. Otro típico momento de las “relaciones” personales “modernas”, el selfie. Va la foto, una sonrisa de Colgate digna de un Óscar, otro comentario brumoso, y cada uno se pierde en su pantalla. Y allí lo de Descartes: “Me tomo una selfie, la publico, luego existo”. ¿A quién le cuento mis problemas, lo que siento en el corazón, no la superficialidad del like o el ‘me encanta’ de Facebook? ¿A quién le explico mi nostalgia, mis dificultades, mi miedo de decirle a la chica que me gusta lo que siento? Todo es una mirada efímera, un chiste de mal gusto y, finalmente, la falta de verdadero interés convoca la atención del supuesto amigo al celular.

¿Será que todos están tan felices, tan realizados, como lo muestran en sus fotos? Si es así, les ofrezco disculpas por todo el rollo, se ve que simplemente soy yo el que no se encuentra cómodo en el mundo digital, en las relaciones de visto azul o selfie en lugar de palabras.

Yo aún creo en las conversaciones con whisky y al atardecer. (O)