Cuando mi abuelito me tomaba del brazo y me decía “vamos, mijita, acompáñeme” empezaba la aventura. Tendría una llave escondida en algún bolsillo de su terno, porque bastaba con verlo o escuchar su nombre para que se le abrieran todas las puertas. Quizá era una especie de fórmula mágica, esa forma de sonreír hasta con sus ojos grises. Hasta las puertas del Vaticano se le abrían. Y yo tan confiada de su brazo me sorprendí el día en que me negaron la entrada. Vestimenta inapropiada.

Es que yo soy esa nieta que muere de adoración por su abuelo al tiempo que cultiva una discreta, o indiscreta, opinión propia. Vivo entre la admiración por mi abuelo y abuela, y una necesidad innata de autodeterminación y búsqueda de respuestas propias. Por eso me deprimen los movimientos progres que piensan que el impulso para avanzar es ir escupiendo hacia atrás. Convencidos de que todo tiempo pasado fue peor, de que las épocas de los abuelos no fueron más que opresión, curuchupismo y patriarcado, se consideran llamados a crear el mundo de cero. Reemplazan la religión por el dogmatismo ideológico y el narcisismo arrogante.

De un lado del ring, los vengadores del futuro, nacidos para terminar con la barbarie del pasado; de otro, los perpetuadores del pasado, imitadores obedientes. Ambos, extremos destructivos. Limpiar de un manotazo el escritorio nos desgarra del tejido místico, histórico y generacional de la vida. En nuestros modernos escritorios sin alma, de frío acero y vidrio, falta esa carpeta arrugada donde viven los seres humanos imperfectos, vulnerables, nostálgicos y sentimentales que somos.

Del brazo de mi abuelo aprendí lo que es la dignidad, la grandeza de la generosidad. Un hombre al que se le abrían las puertas de todo palacio pero que se paraba en cada esquina para regalar galletas a los niños. Tierno y estricto como un padre con sus alumnos. Maestro de colegio o embajador ante el Vaticano, trataba al portero con tanta cortesía como al ministro, al chofer con tanto respeto como a la mamá del niño con malas notas. Nunca lo vi “hacerse el importante”, jamás le escuché decir “a esto tengo derecho”, nunca abusó de sus privilegios y cada vez que tuvo la oportunidad de mejorar la vida de los otros, lo hizo.

Es el mismo abuelo que luego de haber servido en cargos públicos de influencia todavía manejaba un Suzuki rojo descuajeringado. El abuelo que jamás se guardó un centavo que no le correspondía en el bolsillo.

Del brazo del mismo abuelo que conoció a los grandes del mundo vestido de frac, bajábamos a su biblioteca (yo en pijama, él con su cobija envuelta sobre el pantalón) a desempolvar libros y recuerdos. A veces lo encontraba en la cocina preparándose una tortilla de huevo con azúcar (pruebe, mijita, queda riquísimo), otras veces desaparecía (¡estoy acá abajo, mijita, en los libros!). El abuelo que publicaba libros, hacía campaña política y salía en la tele, al que los ahijados le regalaban gallinas que jugueteaban en el patio hasta que la Pancha cocinaba sopa de pollo, ese mismo abuelo al que la gente saluda por las calles, nunca olvida al niño huérfano de padre que fue, ni los esfuerzos de su madre solitaria.

Mi abuelo nos llenó la cabeza con sus historias de aventuras (con yapa): fue ese preso político que se refiere a su “enemigo” como “el Dr. Velasco Ibarra” (a quien trincó ante su ventana haciendo estiramientos matutinos con el torso desnudo). Invitado a la Alemania comunista en los años 70, se atrevió a escribir en el libro de visitas que ese muro terminaría por caer. El abuelo cazafantasmas, Indiana Jones, que encontró el cadáver de García Moreno entre los laberintos secretos del centro de Quito, y con sus propias manos ayudó a trasladar los restos del presidente Camilo Ponce Enríquez al Panteón de Jefes de Estado. El abuelo que guarda una tarántula en alcohol, y un cognac (que en realidad es de mi abuela) para cuando jugamos cuarenta.

Es el mismo abuelo que luego de haber servido en cargos públicos de influencia todavía manejaba un Suzuki rojo descuajeringado. El abuelo que jamás se guardó un centavo que no le correspondía en el bolsillo. Algunos dirán que es un abuelo de otras épocas, de un país conservador, católico y sentimental. Pero esa honestidad, esa ética del político y educador al servicio del pueblo, son valores eternos. Hay abuelos del pasado cuya luz ilumina el futuro.

Mi abuelo se llama Francisco Salazar Alvarado. Pero para sus nietos y bisnietos, siempre será “mi pa”. No, mi pa no ha muerto. Este no es uno de esos homenajes póstumos de quien no tuvo tiempo de expresar su admiración en vida. Todavía me escucha, aunque estemos lejos. Y yo me despierto en medio de la noche pensando en él. ¿Por qué admirar a los muertos más que a los vivos? No necesitamos que se despidan de este mundo para empezar a reconocer su valor. Nunca es demasiado temprano para andar por la vida del brazo de los abuelos, iluminándonos con su luz. (O)