Cuando Rafael Correa Delgado irrumpió en la política ecuatoriana, lo hizo con bombos y platillos.

El otrora joven economista, con altos estudios en Estados Unidos y Bélgica, sin pasado político y mucha firmeza en sus ideas, pateó el tablero y en un santiamén se metió en el corazón de grandes sectores de la población, cansados de una clase política que, con honrosas excepciones, olvidó su real misión y abusó de la paciencia ciudadana.

Encaramado en la ola del cambio, con la ayuda de actores políticos ambiciosos y miopes, que jamás vieron más allá de sus narices, capitalizó el hartazgo generalizado y arrasó con lo que quedaba de institucionalidad democrática, alzándose con todos los poderes del Estado, para recién entonces dejarse ver de cuerpo entero.

Con el país a sus pies y acompañado de la más grande bonanza económica de la historia, tuvo en sus manos la posibilidad de proyectar al Ecuador hacia días mejores, pero por razones que ya hemos comentado en esta columna, ello no ocurrió.

Por el contrario, tuvo que irse a regañadientes, consciente de su deterioro en las encuestas, dejando un país hiperendeudado, con los ingresos petroleros seriamente comprometidos para pagar deudas con condiciones de chulco, una economía en severa crisis y una sociedad que se trata a gritos, producto de la polarización e intolerancia que fomentó desde el poder.

Debe ser difícil para él haber pasado de recorrer las calles montado en un Hummer camuflado, con los Granaderos de Tarqui cabalgando a sus flancos, militares, policías y personal de seguridad rodeándolo y listos para detener al primer insolente que le ponga mala cara, a hacerlo en las lamentables condiciones que marcaron su retorno, la semana pasada.

Llegó en avión privado, seguramente para evitar cualquier reclamo que bien podría haberse dado en un vuelo comercial, como ya les está ocurriendo a algunos de sus exfuncionarios.

Salió del aeropuerto por una puerta privada, para evitar detractores que lo esperaban en la sala de arribos del aeropuerto.

Fue llevado a reuniones y mítines que, ya sin la maquinaria del Estado, ni funcionarios públicos amenazados, ni barras alquiladas, se vieron realmente pobres.

Y en sus narices, el Gobierno se le llevó su movimiento político, el control del CNE y con la complicidad de la Corte Constitucional, el primer paso para arrebatarle (si es que aún le queda) el poder en las instituciones designadas por el CPCCS y para marcar su despedida final de las lides electorales, a través de la consulta popular, que ya navega con viento en popa.

Finalmente se fue, visiblemente cansado, decepcionado, descompuesto, frustrado, nuevamente, en vuelo privado, por los costados, despedido por un puñado de seguidores, muchos menos seguramente que los que algún día tuvo en sus comienzos políticos en la Universidad Católica, y con la incertidumbre de lo que le pueda deparar el caso Odebrecht, y las decisiones que Jorge Glas pudiese tomar, en caso de ser hallado culpable, para rebajar la pena.

Quienes temían su retorno, hoy seguramente ya no le temen; y quienes lo veían como salvador, hoy posiblemente han entendido que difícilmente tenga músculo para salvar a nadie.

Mal negocio ha sido este prematuro retorno. Se fue con pena y sin gloria… (O)