Muchas veces la madrugada la sorprende acostada a lo largo del mural del Guayaquil Tenis Club de la avenida 9 de Octubre. De aparente mediana edad, su colchón y cobija de cartones la resguardan del viento frío que viene del estero Salado. Se pasa la mano por su cabello enmarañado y luego comienza su ritual. Se acerca con un papel bien dobladito a las imágenes en cerámica de Pancho Segura y Mariuxi Febres-Cordero, las toca, las besa, hace una señal extraña parecida a una cruz y como a hurtadillas esconde el papel en su pecho. Mira asustada a los carros pasar y para asegurarse repite el gesto, levanta su dormitorio y se aleja.

Quedó viuda de manera inesperada, con dos hijas pequeñas a cargo tenía que salir adelante en medio de la desazón y el dolor. Sus familiares están lejos. Los vecinos del barrio, sin decirle nada, se pusieron de acuerdo con el tendero para dar una cuota que le permita comprar los víveres durante un año, nadie quiso dar sus nombres, todos cumplen rigurosamente.

Es jubilado, bonachón, su esposa lo dejó y su hijo vive lejos. Habla con dificultad porque alguna vez le hicieron choques eléctricos para mejorar su depresión. Recorre la manzana alrededor de su casa y hace las compras a otros mayorcitos más imposibilitados que él y les compra la lotería.

Desde que falleció su madre no puede ir a un velatorio sin ponerse a llorar. Se ha convertido en plañidera oficial de los velatorios barriales.

Su apodo es Chuqui, es conocido por su mal carácter y espíritu pendenciero. Resuelve las cosas a golpes rápidamente, tiene 16 años. De la cintura de su pantalón cuelga una botella con algo de color indefinido, entre gris y café. A su lado siempre va un niño pequeño. De pronto se detiene y da de beber al pequeño que lo mira con ojos arrobados. Es mi hermanito… Hoy estoy apurado, es el cumpleaños de mi mamá y voy a visitarla. ¿Dónde está tu mamá? En el cementerio… ¿Y tu papá? También…

Voy caminando distraída por las aceras del parque Guayaquil, cuando de pronto se acerca alguien y me pasa un brazo por los hombros. Lo reconozco, es un antiguo miembro de grupos pandilleros. Siga caminando me dice. Ese que viene ahí tiene intenciones de robarle, no se preocupe yo la defiendo, y así, casi abrazados, llegamos a mi casa.

Son niños del barrio Nigeria. Una vecina compró una lavadora de ropa, toda una novedad. El andar monótono del motor suena como un tambor para un pequeño que comienza un baile endiablado y rítmico. A los minutos, un enjambre de niños baila al ritmo de la lavadora.

Tiene dieciocho años y lleva con orgullo trenzas de colores en su ensortijada cabellera: celestes, moradas, rojas. Yo misma las hago, mire, están coladas desde la raíz. Soy negra, ¿y qué?

Por las tardes munido de su bastón se sienta en los bancos que miran al estero en la Plaza de la Música del Malecón. Me parece que estoy en la playa: me encantan los atardeceres…

Vende en un triciclo al que ahora ha acomodado dos pisos casi como propiedad horizontal. Abajo van los niños sentados que lleva a la escuela, en el segundo piso las frutas acomodadas en pilos de colores expanden su aroma por las calles de Guayaquil. (O)