Cada vez que se pregunta sobre el provecho de las humanidades, como si la necesidad de interrogarse al respecto llevara implícita una respuesta negativa, de que no sirve para nada, tengo la impresión de que en la causa misma de esa pregunta utilitaria duerme un extraño miedo. Y ese miedo –que lleva a la reducción de su estudio en colegios y universidades– tiene que ver con una conciencia plena de lo que las humanidades significan: la posibilidad de una visión panorámica, distinta a lo convenido, que revele, en términos de discurso, que lo real es una construcción. No es una cuestión de relativismo del tipo: ¿esto que toco es real o una simulación neurológica? Se trata más bien de un temor a cuestionar el discurso elaborado sobre la realidad. O mejor dicho: sobre cada realidad.

Hay una perniciosa puerta trasera por la cual se reconducen convenientemente las humanidades, salvándolas de su naufragio, y que consiste en verlas como portadoras de contenido de una época, de un tema más o menos polémico, e incluso de una reivindicación social. Si la filosofía o la historia del arte o los estudios literarios se encargan de extraer un aspecto “útil” de sus respectivas temáticas de turno, entonces son pasables. Como si se les concediera una última oportunidad, siempre que ese contenido responda al discurso sobre la realidad.

Esto tiene el mismo perfil indulgente que trasmiten los ocasionales artículos en los que se dice que grandes empresas buscan profesionales con formación humanística. Se parecen tanto a la publicidad de una imagen ecológica de productos urgidos por defenderse ante cualquier sospecha de que no siguen un proceso industrial y comercial en el que se consumen los recursos naturales y se denigra el medio ambiente y a las comunidades productoras de los mismos. Este contenidismo de la cultura le hace un pobre favor porque deja en suspenso su condición imaginaria y contemplativa, que esas obras de arte o sistemas de pensamiento nacieron de una imaginación individual y concreta. Estas obras de arte no añaden tanto un objeto, sino una perspectiva que modifica la visión de la realidad.

Por ejemplo, la noción de lo actual. Que la filosofía o las bellas artes o la crítica literaria se preocupen por volver una y otra vez a referencias de siglos atrás, no es una mera cuestión erudita o historiográfica, sino una dignificación de todo un proceso de reflexión humana en la que hay que considerar al inventor de la rueda tanto como al de la última innovación en nanotecnología. Que todavía se pueda y se deba discutir sobre la visión de la realidad a partir de términos y concepciones de Platón o Aristóteles, hace miles de años, encuadra un tiempo histórico de larga data para la mente humana, o que importe entender el sentido de la figuración en la cultura Valdivia o la pintura renacentista, o que se estudien poemas del siglo XIV –sin ir más lejos, Dante, que mostró que lo real puede ser un infierno o un paraíso, y los configuró– todo esto pone de manifiesto que las pasiones humanas pueden variar en las formas pero esencialmente repiten los mismos patrones, dan una perspectiva temporal de amplio espectro en la que el individuo no se siente fatalmente condenado a creer que la particularidad de su época es inmodificable, y que, por lo tanto, sí se puede cambiar tal como ocurrió en otros momentos de la historia, y que si no fue posible se debió al poco conocimiento de las posibilidades de hacerlo. Es decir, a una falta de imaginación.

El miedo a las humanidades viene de aquellos que las han tenido cerca y han visto sus posibilidades y no quieren “complicar” su existencia con márgenes de apertura y cambio.

¿Por qué entonces hay un miedo a esta posibilidad, entre tantas otras, de las humanidades? Quizá tenga que ver con ese factor contemplativo. Lo contemplativo irrita profundamente a la eficacia inmediata. Implica una pausa, considerada como demora. Y la demora hace visible a los participantes del intercambio. Les da rostro. No me refiero a la cuestión del fallo operativo: si un individuo no cumple su trabajo, la molestia es inevitable y justificada. Pero si al cumplir con el trabajo solicitado el individuo sabe detenerse y entender lo que hace, e incluso tiene la capacidad crítica para advertir que el trabajo realizado podría mejorarse –y esto implica una capacidad imaginativa abriéndose camino en situaciones límite– el individuo en cuestión gana en visibilidad. Con esto quiero decir que cuando una sociedad cree que se han fijado para siempre sus engranajes, y que no hay otro modo posible de vida, que el que tiene es el único, lo que menos quiere permitir es el tiempo de la contemplación. Son conscientes de ese tiempo de la contemplación quienes sí han dispuesto de la suficiente perspectiva para elaborar ese sistema. El miedo a las humanidades viene de aquellos que las han tenido cerca y han visto sus posibilidades y no quieren “complicar” su existencia con márgenes de apertura y cambio.

Ese tiempo detenido de la contemplación de las humanidades permite tener una perspectiva del engranaje social y de su construcción. Las humanidades no garantizan, y ni siquiera promueven un individualismo radical, inclusive diría que crean individuos desacelerados, reacios, altamente críticos, lentos incluso, y casi nunca agresivos en el peor sentido de la palabra. Cuando los humanistas han querido ser rápidos y eficaces, traicionando sus fuentes, es porque han pasado a la acción cometiendo todas las atrocidades de la acción, siempre rápida e incuestionada. El arte siempre le ha parecido lento a los totalitaristas.

Pero no hay que ir tan lejos. Ocurre, por ejemplo, cada vez que a una película o a un libro se lo enaltece remarcando que están basados en un hecho real. Como si uno pudiera tener contacto con ese “hecho real”, es decir, ese sistema de la realidad tan bien creado que ni siquiera se necesita verlo porque se da por cierto lo que otros han dicho que ocurrió.

Así empieza el rechazo a las humanidades: negando la imaginación. (O)