Hay diferencias fundamentales entre Occidente y el resto del mundo. La vida en Estados Unidos, en Alemania o en Holanda es más próspera, más libre y más feliz que en Arabia Saudita, en la República del Congo o en Burundi. Los rankings internacionales y la masiva migración hacia los países occidentales demuestran el punto.

Pero Occidente, con todos sus múltiples beneficios, no apareció de la nada. Fue el resultado de un largo proceso marcado por tres hitos históricos. Primero, la democracia griega. En Grecia nace el ciudadano, un sujeto históricamente inédito, que se sabe igual a sus semejantes y que utiliza la palabra y la razón para persuadir al resto sobre el mejor orden social. Segundo, el derecho romano. Los juristas romanos definen la propiedad privada y crean herramientas intelectuales como la posesión, la prescripción adquisitiva o la sucesión por muerte, que permiten distinguir con claridad lo que pertenece a cada uno. Y, tercero, el cristianismo. La idea cristiana de compasión permite ver problemas que pueden resolverse donde antes solo se veía una situación naturalmente determinada, y dar al César lo del César y a Dios lo de Dios terminaría por propiciar el laicismo y permitir separar la coacción estatal de la moral individual.

La democracia representativa y la economía de mercado son las instituciones que terminaron definiendo a Occidente. La creencia de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que una persona tiene derechos propios, y que la relación con Dios es totalmente distinta a la relación con el Gobierno llevó a la conclusión de que no existen hombres dotados de toda sabiduría y predestinados para gobernar sin controles. Esta conclusión, a su vez, generó la democracia representativa para que, a través de la separación de poderes y de la garantía de derechos individuales, se limite el poder de los gobernantes; y, permitió que funcione el mercado libremente, con el objetivo de que sean las personas, y no el burócrata iluminado, quienes decidan cómo deben asignarse los recursos.

El correato fue la absoluta des-occidentalización. De un lado, el repudio a la democracia representativa que se grafica con un presidente que no jura la Constitución al posesionarse, que se autodenomina jefe de todas las funciones del Estado y que cree, firmemente, que “él ya no es él sino todo un pueblo”. De otro lado, la negación de la economía de mercado con innumerables organismos gubernamentales de control, la creación indiscriminada de impuestos y el aumento de trabas al comercio. Al final, la tribu salvaje sometida al poder ilimitado del hechicero.

Ecuador debe abrazar como propia la cultura occidental reforzando las instituciones de la democracia representativa e implementando un sistema de economía de mercado. Así como los romanos se helenizaron, los galos aceptaron la latinidad y los europeos paganos se convirtieron al cristianismo, Ecuador debe pasar a formar parte de Occidente. Queremos parecernos a un país occidental y no a un principado de la África subsahariana. (O)

* Profesor de Derecho