“El cielo estaba tan estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos de preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como este pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa? Esta, amable lector, es también una pregunta de los años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo”. Pregunta con la que se inicia el cuento largo de Dostoievski: Noches blancas. Además, pregunta de sus años mozos, de su tiempo de soñador, distinto, lejano, de sus obras de la madurez, que coinciden con los groseros golpes que le infligió la vida: el destierro a Siberia, la adicción al juego, las tres veces que fue apuntado con una escopeta para ser fusilado, la epilepsia. Sin embargo, para los que conocen a Fiodor, saben mejor que yo que el escritor ruso extrae luz de las sombras más espesas. Ahora, el tema es ¿qué relación tiene el “cielo estrellado”, la belleza, con el deseo del ruso de que nos hagamos la incoada pregunta “a menudo”?

Es elocuente (y frecuente) descubrir en canciones de índole romántico la referencia a las realidades hermosas de la naturaleza: el mar, la luna, el sol. No solo como metáforas del sentimiento inasible, también como búsqueda de una explicación o como estímulo para recrear la correspondencia de lo bello natural con lo existente. El mundo no solo existe y se desenvuelve de manera ordenada (los ciclos solares, la fotosíntesis) en beneficio evidente para la humanidad, sino que tiene esa característica inútil e innecesaria de ser hermoso. ¿Qué sería de nosotros si no existieran los amaneceres, el color verde y profundo de determinados ojos?

Bacilos, en una de sus inmortales canciones, dice: “Me preguntan también las estrellas / Me reclaman que vuelva por ella”. Parecería que ante el misterio de las estrellas, esa belleza que por extraña que parezca nos hace sentir en casa, nos sentimos impelidos al amor, a la paz, a la autorrealización. De pronto, la fugacidad y lo etéreo de la vida renuncian a ser la única realidad, y se descubre en ese enmarañamiento de sucesos algo que nos trasciende y nos reclama. En fin, me parece que lo bello sugiere la búsqueda de lo bueno. ¿No es, acaso, más hermoso contemplar el amor de los abuelos que enterarse del “vacile” de un conocido? ¿No soñamos con entregar la vida a una persona, al “amor de mi vida”, antes que volvernos un arqueólogo de lo placentero? Desear eso de Quevedo: “Polvo serán, mas polvo enamorado”.

Hemos visto dos ejemplos de la manera subrepticia en la que lo bello, a través del silencio y del paso atrás que siempre da, es un llamado, una invitación, una llama que aviva la libertad. Rodeado de tanta belleza, actuar de manera banal, “caprichosa”, es ir mal vestido a una fiesta. Con las estrellas como cúpula, qué contradicción no luchar por un amor, qué vulgaridad engañar o robar.

Tal vez todo se resume en esa conciencia artística que tenemos: no vamos a estropear la obra de arte que nos rodea con trazos desviados y de mal gusto. Tal vez sea comportarse sencillamente como un ser digno. (O)