En las últimas semanas, la prensa y las redes sociales han difundido una serie de nuevas obras escultóricas que se han inaugurado en la ciudad de Guayaquil. En la Plaza de la Administración se han colocado seis esculturas que representan las virtudes de los guayaquileños. Más allá de un par de rostros con los ojos desorbitados y de un león amorfo que más recuerda al felino miedoso de El Mago de Oz, la calidad de dichas esculturas puede ser considerada como aceptable. Lo que se cuestiona no son los objetos escultóricos en sí, sino lo anacrónico de su gestión. La idea del monumento como objeto difusor de la cultura no solamente es caduca, sino nada efectiva.

Adicionalmente, hemos visto el ensamblaje de una escultura de dos manos estrechándose entre sí, que representan de manera caricaturesca la bondad de los guayaquileños. Dicho objeto ha sido motivo de burla en las redes sociales. La comunidad se ha pronunciado al respecto, rechazando su presencia y el poco sustento conceptual con el que se lo defiende.

Los monumentos en Guayaquil se usan con propósitos tradicionalistas, que en ocasiones atentan en contra nuestra. Ejemplo emblemático de ello es el monumento a los ficticios Guayas y Kil, construido años atrás, entre la pista del aeropuerto José Joaquín de Olmedo y el puente de la Unidad Nacional. Quizás la última escultura interesante que hemos visto en el Puerto Principal sea la Fragua de Vulcano.

Admitámoslo, nadie se volverá “virtuoso” por contemplar estos artificios de bronce. La gente apenas aprenderá a reconocer a Vicente Rocafuerte o Pedro Carbo si los ven en una de sus estatuas en la calle. Las esculturas no cuentan ni su gesta ni los motivos por los cuales ellos se volvieron parte de nuestra historia. En Guayaquil, las esculturas son una gestión que se resume a mucho ornato y poco contenido. Una interpretación anacrónica del arte, que simplemente empalaga.

El director cultural de la municipalidad guayaquileña lleva diecisiete años en el cargo. Desde el inicio de su administración, Guayaquil no ha visto ningún incremento en su número de bibliotecas que vayan más allá de un simple centro de capacitación comunal. Los jóvenes que habitan en los barrios más humildes de nuestra ciudad desconocen lo que es una biblioteca. En gran parte, eso se debe a que el director cultural de la municipalidad tampoco conoce el potencial que tiene este tipo de instituciones para congregar a la comunidad; para ofrecer oportunidades de superación personal, al convertirse en la puerta que puede conducir al conocimiento contenido en libros y demás medios transmisores de conocimiento universal y contemporáneo.

Quienes llevan las riendas de la municipalidad deben enfrentar el hecho de que deben ceder la posta. Dicha sucesión debe ir más allá de lo meramente político. El relevo que Guayaquil necesita debe ser ante todo generacional; gente joven, con ideas nuevas que oxigenen el manejo de la ciudad, lejos de la repetición aburrida y banal. Quien debería dar el ejemplo, siendo el primero en hacerse a un lado, para abrir el paso a nuevos rostros con nuevas ideas, es el director cultural. (O)