Pues resulta que un buen día, hace 500 años, un monje agustino salió de casa, martillo y clavo en mano, camino a la iglesia. Llevaba además las 95 tesis en las que, tras largo cavilar, había resumido sus quejas y reclamos ante su Iglesia: Católica Apostólica y Romana. Dicen que sucedió un 31 de octubre de 1517, pero solo dicen, porque no se sabe a ciencia cierta. En 1667 el príncipe elector Johann Georg II decidió que en esa fecha se celebraría la proeza, y todos obedecieron. El monje, ya lo imaginan, era Martin Luther, y las tesis que clavó en la iglesia del castillo de Wittenberg, en Sajonia, desatarían uno de los movimientos más influyentes de la historia: la Reforma Protestante.

En realidad, el doctor Luther quería tan solo exigir más ética a la Iglesia a la cual servía como monje y profesor de Teología. Que se dejara de vender perdones, que se renunciara al enriquecimiento ilícito y la corrupción. El pueblo, analfabeto en su mayoría, se dejaba vender cualquier cosa, gato por liebre, el cielo por oro. Pero ni un paso atrás, la Iglesia católica lo declaró hereje, traidor. Entonces se armó el escándalo. El señor Luther era obstinado, un estratega con recursos. Lo que empezó como un reclamo terminaría como un movimiento “separatista” (para usar un término de coyuntura) y la fundación de una nueva Iglesia. En el principio era “la palabra” (“das Wort”), como dice la Biblia que Lutero se dio el trabajo de traducir por primera vez al alemán (sajón). Su fe se fundamentaba en la relación personal de cada fiel con Dios. Que no te cuenten cuentos, toma tu Biblia, lee.

Me encontré con el protestantismo tarde en mi vida, nacida como soy en un país católico, alegre y barroco, de maquillajes y palabras vanas, irracionalidades, delirios, de sonrisas falsas y amables, del placer de la pereza. Aterrizar hace diez años en el corazón de la Alemania protestante fue un choque con un pensamiento radicalmente distinto, sin lirismos ni rodeos, donde naturaleza es belleza y artificio, engaño, donde primero, el trabajo y luego, la dignidad. Lo positivo: el respeto por la palabra, la fobia a la mentira, la predecible racionalidad. Lo negativo: el individualismo y el escepticismo ante la magia y la esperanza irracional del milagro. La desconfianza en el poder sanador de la ilusión.

Varada como estoy en Sajonia, vivo en carne propia el protestantismo. A veces tomo el tren a Grimma y paseo a orillas del río hasta llegar a las ruinas de Kloster Nimbschen, donde vivió la famosa monja que se casó con Luther: Katharina von Bora, una de esas mujeres fuertes orgullo de los luteranos. Audaz, escapó del claustro. Incansable, eficiente, administraba una casa donde circulaban discípulos y grandes proyectos. Saciaba el apetito y la sed legendarias del señor Lutero. Y además, crio a seis hijos propios y cinco encargados.

En realidad, el doctor Luther quería tan solo exigir más ética a la Iglesia a la cual servía como monje y profesor de Teología. Que se dejara de vender perdones, que se renunciara al enriquecimiento ilícito y la corrupción. El pueblo, analfabeto en su mayoría, se dejaba vender cualquier cosa, gato por liebre, el cielo por oro.

Disfruto también de visitar Lutherstadt Wittenberg: la iglesia de las tesis y los talleres de Lucas Cranach, el fantástico pintor protagonista de su época. Sus talleres producirían retratos de Luther y su familia, pero también las hojas volantes que servirían para hacerle la guerra al catolicismo. Luther, conocedor del tremendo poder de la palabra, explotó también el poder de la imagen. Fue justamente durante la Reforma y Contrarreforma que se empezaron a utilizar volantes como medio de propaganda masiva. Bastaba caricaturizar al papa como burro y difundirlo entre las multitudes. Reformistas y contrarreformistas se demonizaban y ridiculizaban recíprocamente. Apelaban al miedo. Convencían a los incautos de que el culpable de pestes y catástrofes era el oponente. Fanatizaban a sus seguidores.

Y así siguieron, demonizándose, hasta que 101 años tras la Reforma estalló una matanza atroz: la Guerra de los Treinta Años. La defensa de la fe verdadera (católica o protestante según el bando) cobró 8 millones de víctimas. Algunas regiones de Europa perdieron entre el 25 y el 50% de su población. Por supuesto, era una guerra de intereses de poder y expansión.

Pero terminemos con un final feliz: hoy ambas Iglesias se esfuerzan por acercarse. La Iglesia católica perdonará a Lutero. A fin de cuentas, su intención inicial era que se dejara de lucrar con la ingenuidad de la gente. Que no te vendan el cielo, que no te hagan pagar a plazos el camino a la liberación de tu alma, que no te convenzan, como hasta hoy lo hacen muchas religiones, de que la sabiduría, la vida eterna y la liberación espiritual valen su peso en oro. Porque el conocimiento de Dios y del espíritu, de la naturaleza y la vida son bien común de la humanidad. Está en un libro y en los libros, en la historia y la contemplación de la maravilla. Los sabios que por cientos han venido a iluminar a la humanidad, si son sabios, dejarán su legado al alcance de todos. (O)