“Solo hay dos formas de vivir la vida: como si nada fuera un milagro o como si todo fuera un milagro” (Albert Einstein). Personalmente creo que es el mayor y más hermoso de los milagros, el más arrobador. Está hecha de la herencia que nos remonta a toda la cadena que nos convirtió en humanos desde el estallido inicial de la creación, de la trama de todos los encuentros y desencuentros que han tejido nuestra existencia, de nuestras elecciones, nuestros sueños, nuestros éxitos, nuestros fracasos, nuestros sufrimientos y nuestras alegrías más profundas. Es el arte que aprendemos a lo largo de los años. Porque ella es nuestra obra maestra. En ese aprendizaje estamos llamados a descubrir lo esencial, lo que de verdad importa, la libertad, la plenitud, la amistad y el amor, nuestra corresponsabilidad para hacer de este mundo un lugar hermoso para todos, pues somos hijos/as y parte de la tierra, polvo en ese granito de arena que es nuestra casa que se transporta entre millones de galaxias a ritmos vertiginosos.

La hermosa aventura de vivir trae en su corazón la muerte. En general la muerte es la gran ausente de nuestra conciencia, de nuestras conversaciones, de nuestros proyectos. Sin embargo, hay algo seguro: todos pasaremos por ella. Pero la ignoramos y es considerado de mal gusto, casi morboso, hacerla presente. A veces la verdadera pregunta no es preguntar si alguien ha muerto, sino inquirir si ha vivido, pues podemos morir sin haber vivido.

A morir también hay que aprender, porque es una realidad misteriosa que nos cuesta comprender y de la que no tenemos experiencia personal. En condiciones normales, cuando llega después de haber vivido muchos años, su cercanía nos enseña a depender de los demás y a dejarnos querer. A volver al comienzo… Cuando llega de improviso o tempranamente nos sume en dolor intenso y desgarrador.

La vida y la muerte son caras del amor; el amor que damos, el amor que recibimos, el amor que nos transforma, nos quema, nos consume y nos rescata, que es eterno y efímero, que dura un instante y permanece una eternidad. Son nuestras maestras, nuestra realidad más profunda, vital y total, nuestra obra insoslayable, cuya autoría nadie nos puede quitar. Ignorarlas, dejarse llevar como el tronco en las aguas del río, desdice de nuestra dignidad y del milagro de nuestra existencia.

La muerte no es nuestra enemiga, es un puerto de llegada y como todo puerto también, en mi convicción personal, es lugar de partida. Las despedidas son dolorosas, sabemos lo que dejamos, pero lo que nos espera es una incógnita. Lo verdaderamente doloroso es provocar la muerte de las múltiples maneras que los humanos hemos inventado para hacerlo. Las guerras y los enfrentamientos, la violencia en todas sus formas. Lo doloroso es la injusticia, la multitud de seres humanos que mueren por hambre o enfermedades que se pueden prevenir y curar. Lo doloroso son los robos que hacen los corruptos. Lo doloroso es la persecución, la intolerancia, los insultos. Lo doloroso son los femicidios y los abusos sexuales.

Nuestros muertos nos habitan, no como fantasmas sino como parte de nuestro ser. Su vida compartida, la amistad, los trabajos, el amor, alimentaron nuestra existencia y contribuyeron a que seamos lo que somos. A su vez ellos se llevaron algo nuestro en esa comunión de intercambios que es la maravillosa aventura de vivir. (O)