En el contexto del conflicto catalán, encontré una afinidad extraña entre dos momentos remotos: por una parte la “declaración suspendida” de independencia que realizó Carles Puigdemont semanas atrás, y el discurso inaugural que en la Feria de Frankfurt de 2007 dio el escritor Quim Monzó cuando Cataluña fue la “cultura invitada” principal de aquel año. Este evento tuvo conflicto: fueron designados únicamente autores de lengua catalana, y no autores catalanes de lengua castellana, que debieron sentirse excluidos. Monzó es un talento literario de primer orden –valga el detalle, sus cuentos fueron traducidos al castellano por Javier Cercas– y su discurso tenía algo de estado de suspensión. Fue un metadiscurso: contó lo que diría un escritor invitado a dar ese discurso. Esa condición especular de la escritura literaria permite estos juegos que no son nada irrelevantes sino más bien puntos de fuga que permiten al lenguaje escapar de la simplificación binaria: o somos esto o somos lo otro. No, somos varios y podemos ser más. El aspecto “potencial” del brillante discurso de Monzó reflejaba la dificultad unitaria de la relación Cataluña-España. Distinto fue lo de Puigdemont, pero en ese estado de suspensión se tocan.

Cuesta mucho aceptar que es posible abarcar las contradicciones que una suerte de reducción esclarecedora pretende anular del lenguaje remarcando lo nítido y eficaz. Se puede ser varios al mismo tiempo. La identidad excluyente es un giro desesperado ante lo múltiple que termina siempre en un rostro inhumano. La literatura acepta lo turbio y aparentemente inútil y residual, es una ordenada forma de enseñarnos que todo es caos y representación de supervivencia, y es una vía de escape y un salvavidas y una opción para evitar los vericuetos de esa palabra torpe, “posverdad”, frente a una que lo expresa mejor y con consecuencias: falacia.

Cobra actualidad una novela del reciente premio Nobel de literatura, Kazuo Ishiguro, Los inconsolables. En ella se cuenta la llegada de un músico, Charles Ryder, a una innominada ciudad de Europa Oriental. Poco sabemos de los problemas de esa sociedad. Ryder dará un concierto importante –lo precede su fama internacional de pianista–, pero se pierde en los vericuetos de una ciudad inconsolable que hace de la música un asidero para sobrevivir a problemas que realmente nunca llegamos a conocer en todo su alcance. Si El proceso de Kafka es la novela de un inconsolable, Josef K., en la de Ishiguro es toda una sociedad.

Algo parecido se percibe en el ambiente catalán y español. Los giros políticos han llevado al hartazgo de un ambiente “inconsolable” a la gran mayoría de la ciudadanía, salvo a sus fervorosos líderes y a los respectivos radicales que usufructúan de las pequeñas oportunidades. Porque ya no se trata solo de que gane una postura, se trata del daño de amplio espectro instaurado en una sociedad que se ha dividido con fronteras internas. Antes había fantasmas, ahora hay muros. Y mientras la situación sigue a la deriva, entre mentiras y verdades de una parte y de la otra, las consecuencias tienen ciertos aspectos a los que quisiera darles relevancia.

A fin de cuentas, los pueblos que alcanzan grandes logros, como Cataluña, pueden morir de éxito de un día al otro, y recuperar su prestigio puede tardar más de lo que se habría necesitado para respirar antes de juzgar al otro y anularlo.

Por una parte da pena ver cómo las personas pueden ser manipuladas en masa para hacerlas entrar suavemente en el delirio, como si no se aprendiera que no hay que esperar a la reacción masiva para encontrar supuestos argumentos y motivaciones. Que se haya usado a niños y adolescentes (en ambas posturas) para enarbolar banderas en actitud de desafío a los otros. Que la memoria histórica dure dos semanas y que todo pueda dar un giro por un chantaje emocional o por un purismo legal. Que el racismo y el nacionalismo son menos evidentes que el tópico y más complejos y generalizados de lo que se supone, y que en democracia debe educarse para evitar su exceso. Que el pasado es mucho más maleable que el futuro, y que se pretenda condicionar a aquel por este. Que el victimismo no es un cheque en blanco sino un chantaje solapado que busca cámaras y micrófonos y que nunca es una razón suficiente. Que el cinismo es tan descarado como la ingenuidad y que, a veces, si no siempre, se viste de ingenuidad. Que en la educación de los pueblos y en aras de su convivencia, la singularidad no se debe exacerbar hasta el punto que se niegue la mezcla y la impureza y se incurra en el olvido radical del otro. Que la política no debe ser la única fuente del discurso social y que hay que apostar con urgencia por dar espacio, como una forma de saneamiento mental, a los espacios del arte y la cultura entendidos como escenarios posibles, y que estos no sean instrumentalizados para fines ideológicos. Que hay que defender –sin censura de supremacía moral– la libertad que exige la manifestación creativa de las personas en los espacios de su propia creación. En esa gratuitad del arte, en la dimensión estética, que aparentemente no sirve para nada, hay una fuente de aprendizaje de libertad que el racionalismo y su pretensión de eficacia –la ideología implica una vanagloria de la eficacia programática– quieren reducir a márgenes insignificantes y a veces los menosprecia. Sí, es sano defender el sentido estético, aunque se escurra entre las manos y la incomprensión. Que polarizar la culpa hacia entidades o países remotos es la vía fácil para no mirar el detalle de la corrupción y degradación interna. A fin de cuentas, los pueblos que alcanzan grandes logros, como Cataluña, pueden morir de éxito de un día al otro, y recuperar su prestigio puede tardar más de lo que se habría necesitado para respirar antes de juzgar al otro y anularlo. Quizá sea un aprendizaje de la democracia aprender a decir que uno puede estar equivocado, que hay turnos para descubrirlo, para declararlo y para proponer cómo seguir mejorando, y para la crítica del otro como si fuera uno mismo. De no hacerlo, los pueblos se volverán, cada uno a su manera, inconsolables. (O)