Hay hechos que no se pueden discutir, si nos mantenemos apegados a los datos de la realidad, muchas veces fríos y duros. Se puede opinar sobre las causas, las consecuencias, pero los hechos como tales son irrefutables.

En el país la muerte de mujeres a manos de sus parejas, exparejas, a manos de hombres, va en aumento y las cifras son elocuentes. De los 80 femicidios en los primeros seis meses de este año, 42 se han registrado en la Costa, 33 en la Sierra y 5 en el Oriente. Guayas con 19, Pichincha con 15, Manabí con 8, Azuay con 7 y Los Ríos con 6 ocupan los primeros cinco lugares, informa la Cedhu.

Es decir, hay un equivalente de muerte por esos motivos cada dos o tres días. Y no se trata solo de muertes. Muchas mujeres quedan heridas, marcadas de por vida en su físico y en sus sentimientos, en sus miedos más profundos, en su capacidad o no de salir adelante en la vida. Las cifras de esos hechos se conocen menos, se denuncian menos.

Estamos en una sociedad que endiosa a la mujer, sobre todo a la madre, y a la vez la está masacrando.

Históricamente a las mujeres nos ha ido bastante mal. Difícil negar que nos han asignado un rol de sumisión al varón. Somos el corazón, ellos la cabeza… ellos piensan, nosotros sentimos… la verdad es que sentimos y pensamos. Y durante siglos nos consideraron su propiedad, el “de” que acompaña(ba…) el apellido de la mujer casada es solo una prueba de esa convicción.

El cambio en los roles, el hecho de que las mujeres tienen más acceso a la educación, a la toma de decisiones, a llevar las riendas en situaciones que antes les habían sido negadas, ha producido una crisis sobre todo en el comportamiento e identidad de los varones. No están acostumbrados a que las mujeres puedan explicar el porqué de una decisión con argumentaciones válidas y coherentes. Tampoco a que decidan por sí mismas, que elijan por sí mismas, tanto en lo profesional como en los ámbitos de los afectos, la familia y la sexualidad. Ni hablar en el terreno de lo religioso y más específicamente dentro de la Iglesia católica, donde la presencia de la mujer destaca en número y en trabajo, pero donde sus opiniones no trascienden en las celebraciones religiosas, en las que solo habla, interpreta, amonesta y conduce un varón. Y esos hechos se justifican como un querer del mismo Dios. Ni pensar en producir cambios sin enfrentarse a un aparato de poder impresionante, teñido con el barniz de lo sagrado.

La violencia es el arma de los débiles; cuando no pueden con razones, se golpea y mata; cuando no pueden con razonamientos, se excluye y se condena. Se utilizan argumentos autoritarios para zanjar una discrepancia. En el país nos han querido acostumbrar a ese estilo de la verdad única, la información única, la opinión única, el discurso único.

El viento fresco del diálogo y actitudes dialogantes todavía no se extiende a la sociedad en su conjunto, a las personas e instituciones.

Quizás hubiera sido más constructivo para defender la familia que en cada iglesia, de la denominación que sea, se crearan mesas de diálogo sobre la violencia contra la mujer y se abordara la palabra tabú: género, que se discuta su significado y si es conveniente o no usarlo.

Y hacer propuestas que mejoren el borrador de la ley que debe reflejar a la ciudadanía en su conjunto. (O)