Hace dos días, antes de una conferencia que dictaré en la Universitat Politécnica de Valencia, tuve la oportunidad de recorrer las calles de Barcelona por primera vez. Esta ciudad es una suerte de amor platónico para muchos de los que estamos relacionados con el estudio de la forma urbana. La antigua Barcino de los romanos tuvo un antes y un después desde la implementación del ensanche propuesto por Idelfons Cerdà, tal como lo hemos descrito en artículos anteriores.

En todo caso, vivirlo resultó mucho más satisfactorio que saberlo. Durante mi breve recorrido por aquella ciudad –que se merece mucho más que un día– pude experimentar con los sentidos lo que es un espacio planificado a la escala y a las proporciones adecuadas. Los edificios de sus cuadras se conciben no como excepciones, sino como parte de un todo. Entre la gran mayoría de ellos no existe la necesidad de sobresalir o de querer ser una excepción. Bajo las mismas reglas, las edificaciones logran un interesante equilibrio entre diversidad y similitud. Las calles también mantienen relaciones de proporción con la altura de las edificaciones. Estas condiciones se rompen por obvias razones en el corazón antiguo de la ciudad, donde las calles son mucho más angostas.

Desde mi perspectiva, Barcelona es una gran ciudad para visitar, muy a pesar de sus atracciones turísticas. Ese puede ser el paradigma de la empresa turística: tener espacios muy particulares dentro del escenario de la cotidianidad urbana, hasta que el entorno alrededor de dichos atractivos rompe con lo cotidiano del sitio; y lo pintoresco o monumental del excepcional Genius Loci se convierte en una máquina para exprimir billeteras de turistas.

Aquella experiencia me ocurrió al recorrer los alrededores de la Sagrada Familia. No existe la intimidad necesaria entre el edificio y el individuo. Manadas de turistas con sus cámaras inundan la periferia de aquel templo expiatorio diseñado por Antoni Gaudí, que carece de condiciones para el silencio y la reflexión. Curiosamente, dichas propiedades las encontré en una edificación no concebida para propósitos espirituales. Me refiero al pabellón de Barcelona, diseñado por Mies van der Rohe. Queda claro que la arquitectura no depende de las intenciones de sus creadores, sino del uso que le dan las masas. En arquitectura, el evento puede pesar más que el partido conceptual.

Y en medio de toda esta compleja morfología urbana se encontraba una comunidad en pleno y prendido debate sobre cómo quieren enfrentar su destino. Todos los edificios tenían banderas colgadas en sus balcones, expresando el futuro que quieren construir. No hubo cafetería, estación del metro, tienda de barrio o banca de parque donde no se oiga una discusión sobre la posible independencia. Más allá de las posturas alrededor del tema, me llamó la atención la libertad con la que se tocaba el tema tanto a favor como en contra. Me queda claro que un futuro producido por el debate, y no por la violencia, no puede ser tan malo; y que Idelfons Cerdà no solo diseñó una ciudad, sino a sus habitantes, que siguen mirando inconformes qué hacer por un futuro mejor.

(O)