La aridez del desierto pide agua a gritos. Los caminos y calles polvorientos ansían la lluvia. El desamor y la indiferencia se pelean por migajas de afectos y sonrisas esquivas. En esta época –la de mejores y mayores medios de comunicación pública y privada– se ha sembrado y se empieza a cosechar el desconocimiento físico de los interlocutores junto a una proximidad de palabras e imágenes que al acercarnos nos alejan más. En este universo de cercanías utópicas bien vale relatar experiencias que intentan levantar puentes entre lo virtual y lo físico.

Valga este preámbulo para contextualizar el meollo de estos párrafos. EL UNIVERSO creyó y sigue creyendo, a sus 96 años, que la familia es principio y fin en la misión de construir valores y dar a la sociedad fortalezas indestructibles. Recuerden –se publicaron en este Diario– reseñas de las reuniones periódicas de los primos Torres, un clan familiar al que me pertenezco. Al ser nuestros abuelos Torres-Íñiguez el apellido Torres nos agrupa a más de trescientos descendientes en varias generaciones. En octubre los Torres-Díaz serán los anfitriones. Nos reuniremos para saludarnos, para darnos un abrazo, para cantar y bailar, para conversar, para disfrutar alimentos y bebidas, para acercar distancias, para recordar episodios, para orar por quienes se fueron, para saludar a nuestros mayores, para vivir nuevamente unas horas en familia sintiéndonos felices de estar juntos y gratos con Dios por la vida.

Escribo estas líneas, en Salinas. Acabamos de regresar, con mi compañera de ruta, de una reunión familiar en la que nosotros fuimos los únicos foráneos por sangre, cercanos por afectos. Nos invitaron, acudimos y sin querer nos metimos en la leonera. Los descendientes de la familia León Almeida, luego de algunos años, decidieron volver a reunirse y lo hicieron en Chongón. Ser testigo de afectos intensos es muy placentero. Ser parte de eclosiones represadas, densas en recuerdos y vivencias, es un privilegio. Allí estuvieron: niños, adolescentes, jóvenes y mayores confundidos en abrazos, sonrisas y lágrimas. Washington, Jaime Publio y Violante –supervivientes de una encomiable hermandad de amor– fueron imanes poderosos que cohesionaron a sus vástagos.

¿Cómo convocar, de manera efectiva, a más de cien personas para realizar un cónclave familiar? Hay fórmulas escritas en manuales, pero lo familiar va más allá de lo libresco. Es indispensable crear, con paciencia y perseverancia, la determinación de volver a verse para que los sentimientos sean el motor de futuras acciones. Quienes lideren este proyecto deben aceptar que serán los sacrificados, pues deberán dedicar tiempo y dinero para contagiar al clan de sus deseos y afectos. Para mantener la continuidad, estas reuniones deben ser anuales o máximo cada dos años para conservar frescos los sentimientos. Vivimos una diáspora familiar. Hoy el pueblo es el país, la ciudad América y la provincia el mundo. Unir a las familias y reinventar valores humanos es una tarea impostergable.

‘’¿Saben ustedes que durante una tormenta el león da la cara al viento para que su pelambre no se desordene? Yo hago lo mismo: doy la cara a todos los problemas: es la mejor manera de permanecer peinado”, Leopoldo Marechal. (O)