El tema de hoy debe parecerles bastante raro. Antes del 24 de mayo me fijé una moratoria para no escribir algo directamente ligado con nuestro acontecer político. Me pareció bien darle a don Lenín –así lo llamaré– unos noventa días para luego poder enunciar juicios de valor. Mañana, 24 de agosto, se cumple el plazo autoimpuesto. Mi compromiso fue publicado en esta columna. Quiero ser fiel a esa promesa, razón suficiente para entretenernos, por ahora, con relatos no menos o quizá más importantes que los avatares de la política.

Comienzo con lo vivido en casa, por esas marcas que nos resistimos a borrarlas. Mi abuela Adelaida fue una institución que asumió todas sus funciones sin respaldo legal y las ejerció a plenitud sin recibir jamás reclamos ni auditorías. No era la abuela de la camada, no le decíamos ‘abue’: era mamita Adelaida. La veíamos al amanecer fresca y rozagante, al mediodía activa y multifacética, al anochecer debió dormirse cuando la tropa roncaba; al decir del poeta, cuando estaba ‘en paz lo vivo y en quietud lo muerto’.

No soy pintor, pero me gustan los pinceles. Pretendo dibujar un escenario para que ustedes, amables lectores, puedan ser parte de este retazo de historia familiar. En los rincones de la patria, donde las revoluciones no han sido capaces de acelerar la historia, en esas quebradas cercanas a Chobshi y Shabalula, relicarios de nuestra génesis nacional, está El Guabo –para quienes allí vivimos el único Guabo–, el verdadero, el depositario de historias dignas de ser narradas por García Márquez o por tantos temerarios aprendices del buen narrar. Someros detalles, con breves pinceladas.

El Guabo: provincia del Azuay, cantón Sígsig, punto minúsculo de nuestra arrugada topografía, laderas que se hacen valles y cultivos que crecen para quien decide adentrarse en la tierra a la cual un día regresará. Mi abuelo Benjamín Torres era un patriarca. Hombre de pocas palabras, las restantes eran privativas de mamita Adelaida. Sereno, tranquilo, buen conversador, lojano, era el encargado de enviar a descansar al pelotón. ‘La caja ronca, el cura sin cabeza, el tramojo, las almas benditas, los gagones, las almas en pena, etcétera’, fueron narraciones, unas reales otras sacadas de su cacumen, con efectos inmediatos superiores a la mejor adormidera.

Adelaida y Benjamín, pareja irrepetible, abuelos los dos, manejaron la barca de las sorpresas. ¿Cómo pudieron ellos tener bajo techo a quince o treinta nietos, por dos, tres o más semanas, sin que se hubiese registrado tumulto alguno? No sé el cómo, pero que lo hicieron eso sí y maravillosamente.

Las abuelas de hoy, en su esencia, son iguales a las de ayer, pobres o afortunadas, profesionales o no, pero son otros tiempos: trabajo, reuniones gerenciales, contratos, celulares, citas, congresos y mucho más. Las abuelas de hoy construyen otros escenarios, iguales o distintos del ayer, visten otros ropajes, pero los latidos de sus corazones, al igual que ayer, engendran amor. Un abrazo a mi hermana Rosa, abuela de armas tomar, sobreviviente de una época excepcional.

“Si hubiera sabido cuán maravilloso es tener nietos, los hubiera tenido primero”, Lois Wise. (O)