Cuando al fin se me ocurrió mirar mi cuerpo, lo encontré pintado con los más hermosos colores, de atardecer, de amanecer, de un sol radiante o una tormenta peligrosa, con rayos y truenos o mar tranquilo, parecía un mural lleno de los más variados y amplios moretones, pero también un campo de batalla donde a puñete limpio alguien o algunos se habían enfrentado con la muerte y le habían ganado la partida. Estaba en la clínica Guayaquil y un extraordinario equipo de médicos, liderado por el Dr. Roberto Gilbert y Enrique Boloña, personal de enfermería, de administración, de limpieza, de nutrición, funcionaron como un reloj para regresarme a esta vida. Impresionante. Y aquí estoy de regreso luego de un paseíto por otros lares, y del cariño y amor de muchas personas a todas y cada una de las cuales agradezco.

Cuando estamos en esas condiciones somos muy receptivos a los detalles aunque no podamos expresarnos. Y lo que yo percibía era un equipo con un trato seguro, sapiente, eficaz, humano, cordial, amable pero sin concesiones, con todos los que estábamos en similares condiciones, durante varios días. Algunos se fueron, otros nos quedamos… No olvido al señor de los abrazos, el pequeño fortachón del grupo que me enseñó a abrazarlo para pararme… ni a la glamurosa torturadora oficial, que no me hizo el más mínimo caso cuando puse condiciones…

Cuando llegué primero al Hospital de la Policía, luego cuando me vio el Dr. Palacios, cuando conversé con los médicos mis convicciones eran claras, serenas y firmes. Estoy lista para vivir, pero también para partir, he vivido muchos años, he hecho lo mejor que he podido, no quiero ser mantenida con ninguna ayuda artificial, quiero serenamente partir. Me despedí de los que amo y de los que no podía hacerlo, sabía que nos comunicábamos desde el corazón del presente con profundidad, no sentía miedo.

“Cuando una mujer está a punto de dar a luz y no lo puede hacer, ustedes practican una cesárea y ayudan al parto. Cuando estamos a punto de partir también tienen que ayudar al viaje. Tienen que hacer una cesárea que lo haga más fácil, les decía. Es una bendición poder despedirse”.

La realidad actual es que aquí estoy de regreso con la alegría inmensa de haber tenido a mis “nietos” lejanos al lado, llenos de humor y de responsabilidad. Asombrada con la delicadeza del médico que pidió que pusieran la música que me gusta en el oído cuando estaba por cruzar otras puertas. Y con un aprecio infinito por médicos que no aparecen en las noticias pero hacen milagros todos los días.

En la clínica Guayaquil hay un árbol que es un baluarte, centenario, con múltiples heridas, un follaje reluciente, un tronco negro, fuerte y fantasmal, que se adivina potente y desbordante de energía. Se llena de trinos de azulejos, tierreras, alondras que se esconden en sus hojas y le dan un temblor casi imperceptible. La ternura en la fortaleza parece ser la identidad de la clínica.

Y en la esquina del frente, en la terraza del cuarto piso, un gallo bataraz, blanco y negro, fornido, con enorme cresta roja, se pasea en equilibrio inestable por el pretil mientras lanza su canto desde las 4 de la mañana. Uno se pregunta en qué momento caerá, pero allí se mantiene, caminando sobre sus fuertes patas amarillas, llamando a la luz del sol… (O)