Escribir páginas que contienen retazos de historia personal deja de ser una acción petulante cuando estas contienen elementos que se hermanan con otros seres vivientes y permiten que lo singular adquiera una categoría más amplia. El periodismo de opinión –refugio de sueños y atalaya de propósitos– es rico yacimiento de ideas y acciones trascendentes. No pretendo convertirme en juez ni oráculo de un mundo inquietante. Somos lo que pudimos ser. Al sabernos inconclusos quizá no alcancemos a ser aquello que lo pensamos, pero esa es la vida: recuento de intentos, catálogo de éxitos, buhardilla de fracasos.

Leo, cada vez con mayor preocupación, que la educación de nuestros niños y jóvenes, en el irresponsable desfile administrativo de la década malgastada, fue nave al garete en manos de maestros politizados que perdieron la fe en su misión o que nunca la tuvieron. Erráticos los mandos, inconexos los docentes, desdibujada la meta, se perdieron horas, se acumularon años, sin ni siquiera sembrar para mañana cosechar. Los desposeídos de ayer se contentan hoy con libros, uniformes y algo más. La gigantesca y bien orquestada campaña de divulgación convirtieron un esperpento en hallazgo y este en creación sublime, parte basilar del milagro ecuatoriano que hoy ha comenzado a ser lo que suponíamos que era: fata morgana. Es hora de raspar la olla. En torno a esta debacle educativa un ejército de excelentes maestros presencian cómo se asfixian sus propósitos entre reportes y cónclaves, cómo su fe se desvanece frente a torpes imposiciones y absurdos manifiestos. Volver a empezar, y hacerlo bien, es una decisión imprescindible.

-Es aquí donde se anclan mis recuerdos: …“en la escuela Alberto Castagnoli estudié la primaria con tan buenos maestros salesianos que hacían del saber una distracción y del cumplimiento de obligaciones un honor (EL UNIVERSO, 19-VI-2017). Setenta años atrás, sin computadoras ni reglas de cálculo, sin audiovisuales disponibles, sin energía eléctrica para todos los días, mi profesor de primer grado, Sr. Ignacio Belisario Arcentales Pesántez –para nosotros Don Arcentales– fue un didacta estupendo entregado a sus alumnos por entero. ¿Dónde leyó o quién le inspiró su arte de educar? Lo desconozco. Debió ser algo innato porque, que yo sepa, él no frecuentó universidad alguna ni obtuvo títulos que hoy se exigen para ingresar al magisterio.

Mi memoria es algo borrosa. Recuerdo, sin embargo, que aprendí a sumar, restar, multiplicar y dividir con peras, manzanas, capulíes, piedras del río, porotos (hoy fréjoles), habas, etcétera. Los concursos en el aula que él inventaba nos servían para entender, competir y ganar nuestra tajada de manzana o de cualquier otra fruta. Un buen día Don Arcentales apareció en el aula con una planta entera de maíz, más alta que él: allí vi, palpé y percibí sus flores, hojas, tallo y raíces. ¿Cómo olvidar? Mis sentidos fueron testigos.

Don Arcentales (un señor) fue el maestro que me introdujo en mundos ignotos e hizo de mí alguien permanentemente insatisfecho, con ansias de explorar, obstinadamente, lo desconocido. Bienvenida la tecnología educativa, pero esta sin razón, corazón y pasión, de poco sirve.

Educación es lo que queda después de olvidar lo que se ha aprendido en la escuela”. A. Einstein. (O)