“El castigo no es una venganza sino un modo de reducir el crimen y de reformar al criminal”. Elizabeth Fry.

“Todo castigo es un delito: todo castigo es en sí mismo malvado”. Jeremy Bentham.

Para muchos, la razón de ser de una sociedad civilizada es su capacidad de defender a los ciudadanos y velar por sus derechos. “…de defenderlos contra un trato arbitrario o perjudicial por parte del Estado o de otros individuos, para permitir su plena expresión política y garantizar su libertad de expresión y de movimiento”. (Ben Dupre).

Para ello se institucionalizaron procesos, entidades, escalafones, jerarquías, prerrogativas, funciones, teorías… Entre ellas el manejo del poder. En la organización misma del Estado el poder está investido en distintas expresiones. O, lo que es lo mismo, las expresiones del poder invisten a ciudadanos en una escala compleja.

Pero el poder es una investidura que marea y desubica: para unos el poder verdadero está en el apellido; para otros en el uniforme; también en una llamada telefónica o en la ingesta de abundante vino. Para la mayoría, el poder está en el servicio.

En menos de una semana, el poder investido en uniformes de agentes de tránsito desnudó además que aquel poder puede estar condicionado por prejuicios, estereotipos, baja autoestima, servilismo, miseria, cinismo y abuso. Desnudó que poco hemos avanzado: un funcionario de mando medio del Municipio de Guayaquil cuestiona la autoridad de un agente raso por el atrevimiento de ejercer su “poder” sobre las infracciones. El burócrata trata de solucionar el inconveniente –el atrevimiento del agente de ignorar dónde mismo está el poder– con una llamada al máximo representante de la autoridad en uniforme.

La respuesta, viralizada en redes sociales, termina con un agente citado por una llamada de un funcionario que se solaza en su demostración de verdadero poder. Y el caso no solo es un tema de confusión de poderes: se intentó tratarlo como un tema de cabildo municipal del puerto más importante de Sudamérica en la costa del Pacífico. Así las disquisiciones sobre poder y servicio.

Pero el mismo uniforme, ya no con rango de general sino de raso, en su escala descendente carga contra el ciudadano desposeído de poder: en una comunidad rural del Azuay, dos agentes ponen al borde de las lágrimas a un ciudadano ecuatoriano que guiaba una moto sin documentos en regla. Lo amenazan con cárcel si no entrega dinero; solicitan emisarios con el botín; quieren quedarse con el celular. Inútil e inhumana demostración de poder sin principios.

Pero el video se viraliza, se lo compara con el otro también ciudadano cuya indiscutible influencia está en su directorio telefónico, y el verdadero poder ciudadano se indigna y exige justicia.

Inevitable es recordar, en estos tiempos de diálogo, el caso de la exjueza Lorena Collantes, cuyo episodio desbordó los medios de comunicación con profundos análisis –perspicaces y suspicaces– sobre el origen de su verdadero poder tallado en una frase para la posteridad: ¿Quieres probar mi poder?

Juan Diego, un disidente de los estudios de periodismo y hoy agente de tránsito, en un diálogo de pasillo sentenció el antídoto para los abusos del poder: que los ciudadanos conozcan sus derechos; así nadie los podrá abusar.

Ahora sí ¿dialogamos?(O)