La tarde del martes 28 de marzo, Cristina Palacio desapareció tras salir de su lugar de trabajo. Las cadenas se activaron en redes sociales; esa misma noche, sus familiares denunciaron ante la Policía su ausencia y cuarenta y ocho horas después, su verdugo, “Carlos P.”, se entregaba a la Fiscalía y daba detalles de cómo la había asesinado y luego lanzado su cuerpo al río Cuenca.

El 6 de abril siguiente, nueve días después de la muerte de Cristina, los familiares de Rosa Regina Camas, de 38 años, inhumaban su cuerpo inerte en cuyo pecho llevaba la grosera impronta de la violencia con la que terminaron con su vida: un disparo a quemarropa. Era el segundo de cuatro femicidios ocurridos tan solo en dos semanas en la conventual Cuenca.

Según las estadísticas, en total se han cometido 11 femicidios en lo que va del año en el Azuay. Once. Más de dos muertes violentas por mes. Es solo lo que se conoce, lo que se ha denunciado. Lo que ha terminado en muerte. Porque lo que se ha expresado como violencia contra la mujer muchas veces queda entre cuatro paredes con el silencio cómplice de las víctimas o sus familiares.

Militantes de la causa relacionada con la erradicación de la violencia contra la mujer organizaron plantones, marchas, foros, debates, tomas, vigilias… Pero me temo que en el ámbito público no ha pasado del lamento, el asombro, la pena. Quizás la indignación.

El tema del femicidio, el feminicidio, la violencia doméstica, la agresión contra la mujer, es cultural. De estructuras. Todas estas conductas violentas se quedan mimetizadas en la reacción inmediata de asombro y pena de quien se entera de la pérdida de un equipo de fútbol o de la ruptura amorosa de la semana: nos lamentamos, nos llevamos las manos al rostro, y rapidito pasamos la hoja a la espera del nuevo caso. Mientras tanto, seguimos consumiendo publicidad sexista luego de asustarnos con la noticia violenta del día; o a renglón seguido del lamento por la más reciente muerte concluimos o nos interrogamos ¿cómo habría estado vestida?, ¿estaba provocativa, acaso?, ¡habrá bebido, seguramente!, ¿qué hacía sola?, ¡por qué no estaba en casa! Y reincidimos en la violencia contra las víctimas. Y revictimizamos desde una posición medular y conscientemente machista.

La violencia contra la mujer es cultural, porque no solo se pone de manifiesto con la agresión física, sino con los imaginarios que se estructuran a raíz de esos casos: las chicas están condicionadas a ser “chicas de bien”, a no salir porque “no es seguro”. A “no exponerse” porque en el fondo se las hace sentir culpables de esa violencia cultural reforzada con prejuicios.

El tema debe pasar de un simple registro periodístico de hechos a una política pública efectiva; de un plantón casual y callejero a una acción vinculada con el sistema educativo; de una consulta bíblica –he visto entrevistas con sacerdotes para abordar/abortar el tema– a un diálogo frontal y descarnado dentro de los hogares, llamando las cosas por su nombre.

Que el “ni una menos” pase del eslogan a la acción. Que se inicie ya la campaña permanente, pública, de desaprendizaje y aprendizaje. Que nos lleven al cambio estructural.

¿Ni una menos? Hagamos la tarea, entonces. (O)