Con motivo del artículo “Los árboles mueren de pie” (EL UNIVERSO 16/02/2017) sobre el “arboricidio” de guayacanes amarillos en los predios de la estación experimental agraria de Iniap, en la provincia de Santo Domingo de los Tsáchilas, recibimos algunas opiniones coincidentes, la más significativa expresaba que ese impacto a la naturaleza obedeció a que sus protagonistas no tenían conciencia de que los árboles son seres vivos, con sensaciones, necesidades y comportamientos similares a los humanos, invitando a la lectura del libro La vida secreta de los árboles, del silvicultor alemán Peter Wohllebem, fruto de décadas de experiencias en el trato sustentable de bosques, con observaciones inéditas que desvelan un ambiente de ensoñación donde moran los árboles en comunidad.

Los hallazgos del autor de la precitada obra exteriorizan el rol de hongos que crecen en los extremos de las raíces entrecruzadas de especies forestales, formando una red parecida a la fibra óptica de internet, que la utilizan para su comunicación, incluyendo alertas de peligro a los miembros de la sociedad arbórea. Se trataría de una forma de células nerviosas localizadas en las puntas de las raíces, hipótesis respaldada en los trabajos de científicos del Instituto de Botánica Celular y Molecular de la Universidad de Bonn, al sostener que esos órganos subterráneos reaccionan frente a determinadas frecuencias eléctricas, paso previo a la demostración de claros indicios que las plantas piensan y aprenden, además de comunicarse entre sí.

Los árboles en grupo desarrollan acciones de solidaridad por medio de las raíces, como cuando acuden a socorrer a sus vecinos con deficiencias nutritivas, intercambian sus potencialidades ayudando a los más débiles, no se diga del cuidado que prodigan a sus retoños, el espíritu de colaboración entre ellos es mucho más fuerte que el de las sociedades humanas o animales, evidenciando que es mejor la supervivencia en grupo que en aislamiento, como acontece con los ermitaños árboles de las ciudades, que pierden la proporcionalidad de crecer en conjunto, por eso hay que asistirlos con podas de formación y mantenimiento para evitar que sus ramas provoquen destrucción, no es su culpa sino de quienes tienen la obligación de protegerlos en su noble misión de purificación del aire, captación de dióxido de carbono, enriquecimiento del paisaje, dar sombra y cobijo a los peatones, regular la temperatura de las calles, favorecer la biodiversidad y aumentan el valor de las propiedades.

Paralelamente, existen voluntarios que se esfuerzan por sembrar adecuadas especies forestales en las ciudades, aumentando sus espacios verdes, y también prodigar atención a los viejos árboles urbanos. Tienen iguales o superiores méritos que los conservacionistas forestales, lo demuestra el trabajo que impulsa la ecologista ecuatoriana Andrea Fiallos, desde la fundación Iguana, promoviendo los derechos de los árboles como seres vivientes, a cuya multiplicación y desarrollo en ciudades y campo entrega su tiempo con pasión maternal, creando conciencia proteccionista en todos los niveles sociales, en las escuelas y colegios, con cristalino convencimiento de que no solo se trata de hacer un hoyo y colocar una planta, enseña que hay que regarla, nutrirla, encauzarla, podarla, respuesta irrebatible a los arboricidas inclementes que impunemente campean en el país.(O)

Los árboles en grupo desarrollan acciones de solidaridad por medio de las raíces, como cuando acuden a socorrer a sus vecinos con deficiencias nutritivas, intercambian sus potencialidades ayudando a los más débiles, no se diga del cuidado que prodigan a sus retoños, el espíritu de colaboración entre ellos es mucho más fuerte que el de las sociedades humanas o animales, evidenciando que es mejor la supervivencia en grupo que en aislamiento.