El 29 de diciembre pasado, en el diario La Hora, se publicó un artículo titulado ‘Arboricidio en Iniap’, en el que se relataba la tala absoluta de varios árboles de guayacán amarillo, linderos vivos de la Estación Santo Domingo, cercana a la ciudad de La Concordia. La altura y el espesor de las especies derribadas hacían presumir una maravillosa existencia de más de cuatro décadas, aportando al mundo un cúmulo de oxígeno, acogedora sombra para el cansado caminante, almacenamiento de dióxido de carbono, residuos vegetales para enriquecer en materia orgánica los desgastados suelos, barrera protectora contra la erosión, hogar de aves cantoras e insectos benéficos. En su efímera pero esplendorosa floración, pintaban un cuadro de incomparable belleza, esparcimiento de viajeros extasiados, que desde la carretera circundante observaban admirados su radiante esplendor, coloreando de sol la feraz y verde campiña, presagio de entrada a la exótica Esmeraldas.

Razón tuvo el autor de la nota, Andrés Montes de Oca, al calificar el desastre como “arboricidio”, expresión que viene imponiéndose para graficar la destrucción inmisericorde de árboles, constructores de la felicidad mundial. La gravedad de lo relatado se acrecienta cuando da la impresión de que fuese un accionar normal de esa entidad pública, fundada para realizar trabajos de investigación agropecuaria, en los que no consta, ni remotamente, la posibilidad de desbrozar especies arbóreas de larga data, plantadas con la finalidad de brindar protección a terrenos agrícolas sensibles a las borrascas erosivas. A lo acontecido con el guayacán se suma la devastación de áreas boscosas en la estación de Portoviejo, en cuyos predios lograron prender y crecer especies de obligada conservación sempiterna.

Casi simultáneamente, usuarios de redes sociales colmaron de denuncias la destrucción, con efectos de tsunami, no raleos, de cientos de árboles de teca, en la emblemática estación Pichilingue, aledaña a la dinámica Quevedo, en la provincia de Los Ríos. Fotografías delatan la presencia de feroces motosierras, con aserrío incluido, descuartizando viejos árboles plantados hace 50 años. Revisando antigua literatura, no hay criterio unánime sobre el lugar donde se sembró por vez primera esta valiosa madera, unos ratifican que fue en esa localidad, otros que en la finca Coffea Robusta y también se asigna ese privilegio a la hacienda Clementina. Los plantíos forestales en estaciones experimentales no son de explotación comercial, son medios de protección de suelos y carreteros interiores, bordes de ríos, linderos vivos, zonas de investigación o semilleros que los perennicen. Las siembras privadas para sostenible aprovechamiento maderero merecen total respaldo.

Se podrá alegar que se obró con todas las autorizaciones que, si así fuese, no justifican tanta barbaridad, típica de una violación a la norma constitucional de amparo al medio ambiente, de obligatoria observancia, más aún tratándose de una estación experimental agrícola, cuyo rol es más bien estudiar medidas de conservación, que tanto se proclaman, pero no se respetan.

Parodiando al dramaturgo español Fernando Casona, debemos decir que “los árboles no mueren de pie”, mentes desquiciadas los destruyen con sierras inclementes, truncando su extinción natural, pues aun muertos permanecen erguidos, sin doblegarse, como deben mantenerse los principios, entre ellos los conservacionistas, dolorosamente quebrantados por una entidad oficial.

(O)