Un amigo comentaba –sabiamente– en las redes sociales que la campaña electoral tiene una duración de cuarenta y cinco días, en los cuales los gastos en medios de promoción y propaganda son estrictamente controlados. Si el territorio nacional está dividido en 24 provincias, eso les deja a los candidatos menos de dos días para visitar cada una de ellas. Por ello, los candidatos se ven obligados a planificar de manera precisa sus recorridos, dando prioridad a las provincias que cuentan con el mayor número de votantes. Y por ello se dan casos como el ocurrido en la ciudad de Tulcán, donde se invitó a todos los candidatos presidenciables a un debate y solamente dos se presentaron. Posiblemente, los demás no vieron ningún atractivo en debatir en una provincia con menos de doscientos mil habitantes, de los cuales menos de su tercera parte estaría en capacidad de sufragar.

Paralelamente, la estructura electoral vigente mantiene un minucioso control sobre los gastos de campaña, permitiendo que los candidatos apenas pretendan posicionarse ante el electorado. Para compensar estas severas restricciones, muchos partidos políticos recurren a la desesperada maniobra de convertir en políticos estadistas a personajes de la farándula, que apenas saben atarse los cordones de los zapatos. Mientras tanto, aquellos personajes que realmente tienen la intención de hacer propuestas de campaña serias se ven obligados a hacerlo a cuentagotas.

El estricto “control” que actualmente se lleva a cabo sobre los gastos de campaña se basan en la equivocada idea de que quien más dinero tiene posee más probabilidades de ganar la lid electoral. Si este argumento lógico –pero no válido– fuera cierto, Álvaro Noboa le habría ganado a Lucio Gutiérrez en las elecciones del 2002. Esta propuesta que supuestamente busca la equidad de oportunidades entre los candidatos omite una peligrosa verdad: la agrupación política más opcionada a ganar no es la que tiene más dinero, sino la que tiene más recursos. Bajo esas condiciones, quien esté en el Gobierno tiene la ventaja de hacer campaña en tercera persona y puede disfrazar de “informe a la nación” lo que en verdad es adoctrinamiento colectivo.

En general, lo que se nos vende como una campaña electoral justa es un vago espejismo. No hay propuestas de gobierno, ni planteamientos políticos serios que vayan más allá de una página web escrita con errores ortográficos y una sintaxis horrenda.

Las leyes que regulan la presente campaña electoral van de la mano de la vigente Ley de Comunicación, que –por su ambigüedad– puede acusar de ofensa a cualquier declaración. Es necesaria una contraparte que nos recuerde las libertades que alguna vez nos formaron como país. La activista Ayaan Hirsi Ali, reconocida mundialmente por su lucha contra la intolerancia religiosa y la mutilación femenina, declaró alguna vez: “La libertad de expresión es la piedra base para la libertad y para una sociedad libre. Y sí, eso incluye nuestro derecho a blasfemar y ofender”.

Quizás ya sea hora de reclamar nuestro derecho a hablar ante la intolerancia política que nos encadena hoy. (O)