Muchos hemos admitido que la esperanza está casi perdida: ver, caminar, ‘nostalgiar’ por la calle Santa Ana, arteria vial pública cuya existencia precolonial se evidencia en el acta de fundación de Cuenca (12 de abril de 1557), va quedando más en el campo onírico que en el de la recuperación histórica de una ciudad patrimonial cuyas autoridades, al parecer, no entienden o no asumen la obligación de conservar legados que traspasan los límites del pueblo chico.

La “recuperación de la calle Santa Ana”, así, se convirtió en otro imaginario urbano, en una frase hecha, un lugar común del debate público desde “tiempos inmemoriales”. O no tan inmemoriales: su trazado aparece en el primer mapa que acompaña al acta de fundación de la Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca, atravesaba lo que hoy es el Centro Histórico en sentido este-oeste y hay varias menciones en los Libros de Cabildos –como aquella del siglo XVIII en la que se refiere como el “callejón de la soledad”–. Pero su recuperación, luego de que sobreviviera un tramo de cien metros colindantes con la Catedral nueva, es un tema de no más de tres décadas.

Fue oferta de la primera de las dos alcaldías de Fernando el Corcho Cordero, e incluso había un proyecto listo que luego fue neutralizado por un sacerdote de su misma familia. Durante muchos años allí se instalaron baterías sanitarias para la unidad educativa privada del sacerdote en mención y que lucraba de otro bien patrimonial: el Seminario Mayor de Cuenca.

Desde el año pasado los intentos por recuperarla y “ponerla en valor” fueron más contundentes y finalmente se iniciaron las intervenciones técnicas, arqueológicas, urbanísticas, sociales… Y aunque debía estar ya en uso, la fecha de una posible reapertura sigue en el limbo por un silencio administrativo municipal sobre obras complementarias. La intervención si bien ha tomado forma, necesita un empujón final.

Más o menos como lo que ocurre con otro espacio patrimonial de la “apenas del Ecuador” (¿o era Atenas del Ecuador?): la plaza San Francisco.

A menos de cien metros de la Santa Ana, esta plaza pública permanece tomada por familias de comerciantes que hicieron de ella un lugar inseguro e insalubre, espacio público convertido en micromercado lucrativo gracias al temor inmovilizante bautizado como “costo político”.

San Francisco es un lunar incómodo en el rostro turístico de la capital azuaya. Su intervención también es otro imaginario urbano, otra frase hecha, otro lugar común del debate público morlaco, pendiente e impostergable.

Su intervención incluye temas sociales de gran importancia. Pero que deben ser resueltos por el bien del inventario arquitectónico de la ciudad cosmopolita que acoge cada año a más extranjeros en calidad de visitantes y también de residentes permanentes.

El presupuesto está listo. Los diseños también. Los plazos fenecen. Ya bastante se han postergado las obras en estos dos espacios de gran importancia para la vida de la comarca, para esa intención de revivir a un Centro Histórico cuyo principal patrimonio, su gente, se ha mudado amenazándola con volverla un centro comercial triste y cíclico.

Ojalá para el nuevo año renovemos compromisos con la ciudad patrimonio de la humanidad. O castiguemos a los indolentes. (O)