El gobierno de Sixto Durán-Ballén fue el mejor del último medio siglo. El quinto velasquismo fue tan malo como los anteriores. Las dictaduras dilapidaron el primer boom petrolero. Los presidentes de la democracia, hasta 1992, estuvieron dando palos de ciego y alguno simplemente palos. Si la modestia no hubiese sido virtud tan cultivada por Durán-Ballén, habría podido proclamar “Après nous le déluge”, “después de nosotros, el diluvio”, porque a partir de 1996 el país entró en un vórtice de indignidad que nos llevó a la ciénaga de la tiranía en la que chapoteamos por ya más de una década. Hubo lapsos rescatables en esos tiempos tristes o vergonzosos, la presidencia de Gustavo Noboa, la segunda parte de la de Osvaldo Hurtado, decentes y hasta con la dirección adecuada; también se dieron pasos acertados, la dolarización, entre otros, pero el de Sixto fue el único periodo completo, en el que se intentó hacer un buen gobierno, con una orientación definida y sustentada, racionalizando la administración y la economía, respetando el imperio de la ley y las reglas republicanas. Ninguno de sus sucesores terminó su periodo y en 2007 se terminó la república.

Fue una gran suerte que llegásemos al enfrentamiento militar de 1995 con la jefatura del Estado en manos de una persona ecuánime y pacífica. ¡Imaginen una guerra con un mandatario profiriendo alaridos en una ventana! Nadie menos guerrero que Sixto Durán-Ballén, un constructor que tras su positiva labor como ministro de Obras Públicas y como alcalde de Quito, llegó a la primera magistratura con ánimo de hacer lo que más sabía: administrar y edificar futuro. El destino dispuso otra cosa y él estuvo a la altura de ese destino, tuvo que volcar su esfuerzo y los recursos del Estado a una guerra. Se la ganó con las armas, pero más importante, se ganó la paz con realismo. Así, con la objetividad que da la dignidad satisfecha, se pudo resanar un conflicto que retrasó al país durante todo el siglo XX.

Nunca dejó de hacer política, pero siempre se calificó de “apolítico” ¡y la gente le creía!, porque en este país la política ha sido fuente de infamias y él jamás fue infame. Fue el hombre menos pagado de sí mismo que pasó por Carondelet y por la Alcaldía de Quito. Apenas salido de la Presidencia, con humildad se dedicó a conducir un espacio de música clásica en la radio... eso sí, era un programa excelente. Dejó todos los cargos que ejerció con el corazón tranquilo, las manos pulcras y el bolsillo vacío. Cuando lo entrevisté a principios de este siglo, me asombró ver la frugalidad en que vivía, en ascética elegancia junto con Finita, la gran mujer al lado del gran hombre. No le diría nunca “majestad”, no pienso que fue un tesoro. Fue un ser humano, como tal sujeto a las circunstancias de su tiempo, pero es justamente esa condición, la de ser humano integral, lo mejor que se puede decir de una persona. Lo demás es mito. (O)