Mi estupor solo era superado por la vergüenza. En un especial de diario El País de España publicado el 15 de octubre de este año, los datos que leía me dejaban anonadada.

Cada año se produce el doble de los alimentos que hacen falta para que cada uno de los más de 7.300 millones de personas que habitamos la Tierra pueda comer lo que necesita en vitaminas, proteínas, carbohidratos, vegetales, productos animales, pesca. Sin embargo, 793 millones de personas pasan hambre. Las cifras nos superan pero significa que más de 1 persona sobre 10 pasa hambre. Es más que toda la población de América Latina o más del doble de la población de Europa.

Y recuerdo dos hechos recientes. Un hombre que arrebató la comida que alguien llevaba y con mirada desafiante decía tengo hambre, o el jovencito que le roba la cartera a una anciana y cuando le recriminan dice: “Solo vi la cartera”, y algo que habiendo estado en las minas del siglo XX en Bolivia le oí a la líder minera Domitila Chungara: “El hambre es amarilla”. Es enorme la desigualdad y la injusticia que los humanos hemos creado y avalamos con un consumo desmedido y derroche de lo que desperdiciamos mientras millones no tienen qué llevarse a la boca.

Las prioridades de la humanidad están claras: el presupuesto ordinario de la FAO —la agencia de la ONU que debe liderar la lucha contra el hambre— para ocho años equivale a lo que el mundo gasta en armamento en un solo día.

Sin embargo, hay algo cierto: el destino universal de los bienes de la humanidad es la humanidad entera. Los diferentes regímenes que hemos creado, las fronteras y banderas que nos identifican también nos separan, nos dividen, nos enfrentan. Si la Tierra como tal tuviera algún peligro externo que la amenace, tal vez ahí nos uniéramos como una sola raza.

Mientras tanto, es evidente que como tales estamos fracasando en el cuidado de cada uno y del bien común que es esta roca viva, con agua, minúscula, que nos lleva consigo en sus vueltas sobre sí misma, bailando alrededor del sol.

La pregunta bíblica: ¿Qué has hecho de tu hermano? guarda toda su vigencia. Hemos creado regímenes políticos que no logran organizar algo aparentemente fácil como la redistribución de bienes, no de la pobreza o la acumulación de riqueza. De hecho, nadie puede preferir una vida de carencias, de angustias porque falta lo esencial. Se puede vivir más sencillamente, con más austeridad aprendiendo a gozar las cosas hermosas y gratis que la vida nos da.

Las Naciones Unidas hasta ahora se muestran inoperantes en los grandes problemas que nos aquejan, al igual que los múltiples bloques regionales en distintas partes del mundo. Las diferentes religiones lo mismo, mientras la voracidad de algunas multinacionales gobiernan más que los gobiernos elegidos más o menos democráticamente, superan las fronteras que consideran obsoletas y McDonald’s piensa vender hamburguesas en el Vaticano para enojo de muchos cardenales.

El desempleo creciente en nuestro país, sobre todo en las ciudades ya que en el campo la pobreza es el común denominador, visibiliza aún más ese mundo de inequidades en el que vivimos y añade dramatismo en fechas cercanas a la Navidad y a las próximas elecciones. Las promesas sin planes son falacias y no hay propuestas claras para superar la falta de trabajo, el endeudamiento y los gastos faraónicos. (O)