Expresión incluida en el pastiche Oi Gadóñaya, que Les Luthiers cantaban hace cuarenta años emulando a un coro de barqueros del Volga. La comicidad reposaba en la sucesión –sin mucho sentido– de una serie de expresiones castellanas que “sonaban a ruso” gracias al tono y a la pronunciación de Marcos Mundstock y sus amigos. Rescatando alguna frase del tema, la “próstata en desgracia” es un asunto de salud pública, porque afecta progresivamente a más del 95% de la población masculina a partir de los 50 años de edad, ya sea como hipertrofia benigna o como cáncer. Algo tan sencillo como una visita anual al urólogo permitiría detectar oportunamente los tumores malignos y curarlos de modo completo y definitivo. Adicionalmente, se evitarían problemas renales y cirugías más complicadas en el caso de la hipertrofia prostática benigna.
Lamentablemente, en nuestra cultura, los varones desatendemos esta recomendación por diferentes razones, que empiezan por nuestro irrenunciable machismo, “la bestia primigenia” como decía otro verso de aquella canción “rusa”. La perspectiva de someterse a un examen médico anual que eventualmente incluirá un tacto rectal, resulta insoportable para casi todos los hombres que conozco, incluyéndome. Así, postergamos el examen año tras año, asumiendo que “la próstata” es algo que les pasa a los demás, no a uno. Desatendemos las señales de su crecimiento progresivo, hasta que en el peor y más inesperado momento sufriremos el primer episodio de retención urinaria, con dolor insoportable, angustia extrema, y el penoso espectáculo de mirar como apenas podemos emitir tres o cuatro gotas de sangre por aquel órgano que desde la infancia hemos supuesto el fundamento de nuestra virilidad.
Desde ese momento sufriremos diversas intervenciones invasivas en aquella región de nuestra anatomía que los hombres estimamos mejor que nuestro cerebro, según decía Woody Allen. Resultado: varias semanas de inactividad, lucro cesante y reposo obligado para repensar “el verdadero significado” de la masculinidad, como si hubiera uno solo para todos los hombres. Varias semanas para confrontar la perspectiva del envejecimiento y la muerte, y la oportunidad de revalorizar nuestra vida tal como podamos replanteárnosla (o no) desde ese acontecimiento. Porque en otro momento, “la próstata” era eso que les pasaba a los abuelos, luego fue a nuestros padres, y ahora es a nosotros. Algo que nos pasa en nuestro cuerpo, que no es mero “organismo” sino cuerpo sexuado y por tanto atravesado por el lenguaje, más el imaginario de la forma como cada uno se lo representa para sí mismo.
Finalmente, “la próstata” nos enfrenta con nuestra condición de sujetos incompletos, imperfectos, angustiados ante lo que no funciona y no podemos controlar, y dependientes de aquellos que nos aman y pueden cuidarnos. Nos revela que la única manera de resolver cualquier tipo de crisis y en cualquier campo, empieza por renunciar a nuestro estúpido empeño individual o colectivo por tratar de desmentirla. Para algunos de nosotros, evidencia el fracaso de la vieja máxima “Médico, cúrate a ti mismo” y nos descubre le existencia de algún colega joven, actualizado y milagroso, cuyo saber y buena práctica nos devolverá –no sin nuestra propia participación– el infantil placer de poder orinar a voluntad, sin sangre, sudor, ni lágrimas... literalmente. (O)