El desafío de un político a zanjar un debate a puñetazos puede dar lugar a tres tipos de análisis. El primero es el psicológico que, dependiendo de las corrientes que orienten a quienes lo hagan, puede arrojar muy dispares resultados. Unos hurgarán en el pasado, en la infancia y la adolescencia del personaje para identificar traumas y complejos. Otros se concentrarán en la carga de trabajo propia del cargo político y destacarán el estrés como explicación. Alguien podrá asegurar que muchas cosas deben pasar por la cabeza para que se produzca una reacción de este tipo. Tampoco faltará quien diga que, por el contrario, para que esto ocurra deben pasar muy pocas cosas por la cabeza –lo que se dice propiamente la cabeza– y que más bien estas deben haber pasado por el hígado. En fin, es un tipo de análisis complicado. Mejor dejarlo para los especialistas, porque los legos en el asunto podemos cometer el error de calificar como locura cualquier actitud que no entendemos.
Otro análisis es el antropológico-cultural, que busca las explicaciones en el entorno social, en los usos y costumbres de la colectividad. Ya lo han hecho varias personas y, casi unánimemente, entre esos usos y costumbres han destacado el machismo que se encierra en aquel desafío y que le encierra a quien lo formuló. Dicen que esa es una conducta que, al encontrar respuesta por parte del desafiado, como fue en esta ocasión, se repliega sin pena ni gloria. Sostienen que ello ocurre porque el reto no tiene como objetivo llegar verdaderamente a las manos ni va dirigido a la persona aludida en particular. Es un acto simbólico cuyo fin, en sociedades patriarcales, es constituir al macho alfa. Por ello, el desafío en realidad es un mensaje para el público, para los seguidores. Ellos verán en él al vengador-protector que, como individuos y como colectividad, tanto necesitan. En esas condiciones, la aceptación de parte del otro lo descoloca y no le queda otro camino que la salida con justificaciones pueriles e insultos. Concluyen señalando que el machismo es una forma de esconder grandes carencias.
El tercer análisis es el político. Sí, aunque parezca contradictorio con la esencia de la política que es el diálogo y el debate, cabe este análisis solamente porque el retador es un político. Lo único que se puede decir en este campo es que si un político ha llegado a este punto es porque no entiende (ni tiene alguien que le haga entender) lo que significa la política. Si la entendiera, sabría que el único perdedor va a ser siempre él. Y además comprendería que, para su mala suerte, si escogió el ring para el enfrentamiento no puede abandonarlo. No por machismo, sino porque seleccionó un espacio en el que todos los resultados, incluida la cómoda fuga, constituyen una derrota para él.
Comentaba privadamente un funcionario oficialista que en las altas esferas predomina la visión de la política como el ring. Nunca pensó que pocas horas después la metáfora se transformaría en realidad. (O)