De pronto, a una se le ocurren caprichosos temas de reflexión. Contaminada tal vez de tanta ficción que circunda mi vida, miro la realidad en términos imaginativos y me planteo preguntas que valen más para aspectos captados por medio de piezas literarias que por la materia que las inspiran. Este disparo de los ojos no cambia la médula de las cosas, el asunto es pensar.

Los vínculos de las artes entre sí son constantes. Entrelazan sus lenguajes, se alimentan las unas a las otras. Traigo a colación, como ejemplo, las apabullantes descripciones que hace el personaje Adso de Melk, en El nombre de la rosa, frente a los pórticos esculpidos de edificaciones de una abadía, en las cuales las palabras se ponen al servicio de la contemplación. Y en otro lugar da paso al éxtasis estético que le produce escuchar intensos cantos gregorianos. La vida se capta por los cinco sentidos.

La música forma parte de la vida de cada ser humano. Nuestra memoria está invadida de melodías, con letra o sin ella. En algunos casos, es tan original y poderosa la huella específicamente musical que esa conjunción de notas, tonos y acentos armonizados se queda para siempre. Lo que llamamos “música clásica” va perdiendo terreno, se ha hecho de consumo elitista, por obra y gracia de decisiones oficiales (recuerdo que escuché por primera vez toda una gama de clásicos en el colegio, ahora excepcionalmente tienen puesto en los programas de educación).

Pero la música popular está en todas partes. Sostiene la vida cotidiana, al punto de que buena cantidad de establecimientos (centros comerciales, supermercados, restaurantes) nos atropella con el volumen de piezas escogidas a la ligera o por el responsable de turno, que desconoce los efectos de los sonidos en la psiquis humana. La gente puede salir en estado agresivo luego de una andanada de tropicalismo o rock pesado. Otros dirán que alegre.

Yo reparo en algunas novelas que han desarrollado conexiones con canciones populares al punto de que sus títulos, esas puertas de ingreso a las historias, nos ubican en un territorio simbólico específico, en contacto con las particulares evocaciones del lector. Cuando se trata de boleros –mensajes cuyas letras desarrollan auténticos códigos amatorios, educación sentimental de generaciones– hay infinita posibilidad de elección que el caso de la chilena Marcela Serrano, con su primera novela Nosotras que nos queremos tanto, sufrió un positivo cambio semántico: no se refería a la pareja de amantes sino a un grupo de amigas que cruza la barrera del tiempo. La reciente Premio Alfaguara, Carla Guelfenbein, también hizo acopio de esta clase de títulos con el celebérrimo Contigo en la distancia, de autor cubano, popularizado por Lucho Gatica y cantado hasta por Plácido Domingo. La novela, naturalmente, cuenta un argumento con largas separaciones y encuentros.

Errante en la sombra, de Federico Andahazi, es un experimento novelístico que le hace honor a la línea del tango Volver con que se titula, compuesto por el mismo Carlos Gardel, porque este ícono de la música argentina es personaje, y la Buenos Aires de su tiempo, el marco de un espectáculo musical al que la narración nos acostumbra.

Me quedo corta: hay numerosa proximidad entre canciones y novelas. (O)