En la segunda mitad de la década del 40 se estableció que los municipios sean dirigidos por un alcalde de elección popular. Desde ese entonces, se tuvo buen cuidado en separar esas elecciones locales de las de presidente y vicepresidente de la República con el objeto de que los asuntos de política nacional no influyeran en el ánimo de los ciudadanos y pudieran estos elegir sus autoridades municipales pensando solamente en el servicio a su ciudad. Si se revisa la historia municipal de los últimos sesenta años, se apreciará que los alcaldes elegidos de esta manera actuaban con personalidad e independencia del poder central. Por esta razón, inclusive se les encargaba velar, mediante el recurso de hábeas corpus, por la libertad de los ciudadanos que fueran perseguidos por el poder nacional. Este sistema de elección de autoridades seccionales, separado del de elección de presidente de la República, se ha mantenido en la Constitución y leyes actuales. A pesar de eso, en la presente elección de autoridades seccionales, el poder público nacional ha intervenido con todos sus recursos buscando que sean elegidos los miembros de su partido. Una vez que ha conseguido dominar todos los poderes del Estado nacional, donde nadie ni nada se le resiste, quiere dominar lo que todavía no tiene enteramente: los gobiernos de las ciudades, especialmente de las dos más grandes. Como parece que en Guayaquil no hay mucho que se pueda hacer, está decidido a todo para controlar Quito. Para justificar su intervención, el poder presenta razones que nada tienen que ver con los intereses municipales: Aduce que tiene que consolidar su Revolución, que desde Quito se intentará desestabilizarlo, etcétera. Ha menospreciado la capacidad del actual alcalde y ha asumido directamente la conducción de la campaña; visita mercados, dirige a los quiteños patéticas, suplicantes, cartas; descalifica al adversario, lo cubre de improperios.

Parece que el presidente no se ha cuestionado, ni por un instante, que el crecimiento de la candidatura adversaria tal vez no se deba solamente a flaquezas de su candidato y fortalezas del rival, sino, como muchos suponemos, se trata, en buena parte, de un rechazo al absolutismo del poder, que se ha hecho crudamente evidente en estas últimas semanas: Acepta que son justas las preocupaciones de los médicos, pero en lugar de enmendar la ley, le pide al Poder Judicial interpretarla; allana con la fuerza pública un hogar a altas horas de la noche para obtener la información que busca; y –creo que de aún mayor efecto negativo–, agravia al caricaturista que lo graficó, lo sanciona a él y al Diario para el cual trabaja. El ingenio burlón, a veces mordaz, sarcástico, del quiteño, se ha desarrollado como reacción al poder: al monárquico durante la Colonia, y al de turno en la República. Si es así, gran parte de la muy importante votación que obtendrá el candidato opositor –que ha tenido el talento para capitalizar la reacción– significará un rechazo muy propio de los ecuatorianos, de los quiteños, a lo que nunca han aceptado: La prepotencia, el absolutismo.

Si se revisa la historia municipal de los últimos sesenta años, se apreciará que los alcaldes elegidos de esta manera actuaban con personalidad e independencia del poder central.