Esta columna sale después del juego Chile-Ecuador y espero que estemos disfrutando la clasificación al Mundial.

¡Qué cosa con el fútbol! ¡Qué poder de convocatoria y aglutinamiento detrás de unos jugadores, una pelota y una bandera! ¡Qué poder de dar alegrías y penas, buen humor y malgenio colectivos!

Paraliza el país, y si sus resultados son buenos, lo dinamiza. Siempre es motivo de asombro.

Y pensar que en el fondo y en el medio es un enorme negocio, con todas las reglas que corresponden al manejo de grandes capitales, donde los jugadores son movidos como piezas de ajedrez, a pesar de que se creen actores.

Pero lo que me importa es el poder del juego como tal, del gozo, de la fiesta, de la inutilidad, del reír y el festejar.

Algo parecido a lo que sucedió con las fiestas de Guayaquil. Pocas veces, en mi recuerdo, la ciudad ha estado tan festejada en octubre. Y lo hemos disfrutado masivamente.

Amo la ciudad y sus gentes, su clima, sus sabores y sus colores. Lo vertiginoso de sus paisajes, con la luz del sol descubriendo los mínimos detalles en la lejanía, y el perfume de las canangas por la tarde. Me siento en casa en sus calles, sus barrios marginales, sus negocios, sus parques y su estero. El artículo de Enrique Rojas publicado el jueves 10 me dio elementos para comprender el porqué de ese amor. Pone el acento en sus gentes y el permanente cambio que la habita. Sí, hay monumentos, algunos de extraordinaria belleza, pero no son ellos los que la definen, es una ciudad en permanente construcción y su alcalde no ha hecho más que acentuar ese desarrollo.

Y los ciudadanos se saben parte.

En la Metrovía escuchaba el otro día a un papá explicar los puentes y parques del Malecón del Salado: “Yo trabajé aquí”. Y eso me conmovió, porque cuando los ciudadanos se sienten orgullosos de “sus” obras, cuando se las adueñan como propias y pregonan que han contribuido a ellas, cuando las muestran con dignidad, cuando ya no hablan de la autoridad sino de ellos mismos como actores de un cambio, de una mejora, entonces estamos frente a la emergencia de ciudadanos, de sujetos. Cuando se trabaja sin saber la finalidad de lo que hacemos, como si fuéramos parte de una máquina que funciona automáticamente sin que necesite explicaciones de porqué lo hace, el trabajo se convierte en una prostitución. Somos utilizados como cosas. Pero cuando el sembrar una planta, cavar zanjas para alcantarillado, construir puentes tiene sentido para el que los construye, entonces estamos frente al nacimiento de ciudadanos dignos.

Y es una experiencia emocionante. La emergencia del pueblo dueño de sus obras y su destino es siempre una experiencia de belleza.

En el fútbol pocos juegan y muchos son espectadores, opinadores, hinchas enfrentados en abierta competencia. Da alegrías pero luego se diluyen en el quehacer cotidiano.

En la construcción conjunta de la ciudad, miles participan, hay malos ratos cuando las obras nos incomodan, pero luego nos adueñamos de sus mejoras y, como en el fútbol, pregonamos sus triunfos y su belleza como nuestros.

Solo que el nosotros aquí sí es apropiado. Nos sabemos parte de ellos. Somos parte del Guayaquil que queremos y construimos.