Por Andréa Lopes

Andréa Lopes da Costa es socióloga. Enseña en la Universidad Federal del Estado de Río de Janeiro. Coordinadora de Políticas Estudiantiles. Coordinadora del Laboratorio de Estudios e Investigaciones sobre Políticas Públicas y Desigualdades Sociales. Coordinadora del CP de Sociología de las Relaciones Étnico-Raciales de la Sociedad Brasileña de Sociología. www.latinoamerica21.com, un medio plural comprometido con la divulgación de información crítica y veraz sobre América Latina.

Para el mundo este será un año para recordar: el miedo al coronavirus, la cuarentena y prácticamente un año de aislamiento social. En este marco, muchos se han preguntado: ¿Qué ha enseñado el 2020 a Brasil? No solo el COVID-19 marcó el año en Brasil. El racismo fue noticia frecuente. Desde enero, cuando el alcalde de Ilhabela presentó una denuncia por insultos raciales tras ofensas en redes sociales, hasta diciembre con la imagen de un niño llorando durante una competición escolar de fútbol en el Triângulo Mineiro, pasando por el asesinato de un hombre afro en un supermercado de Porto Alegre a dos días del Día de la Conciencia Negra, no hubo un mes sin denuncias. La lista es inmensa.

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El racismo estructural se ha convertido en una categoría repetida en lives, noticias, editoriales y programas de televisión.
Brasil, habiendo pasado por una larga experiencia colonial, —una de las mayores de la historia—sustentó durante siglos su economía en el trabajo esclavo. El país normalizó la apropiación de los cuerpos de las mujeres afro, romantizando el
resultado, y elaboró un discurso de integración nacional basado en la producción del consenso de que, por aquí, la raza no tiene ningún efecto. Sin embargo, en algún momento el país enfrentaría sus fantasmas.

Con un 56% de población afro, que representa el 75% de quienes viven por debajo de la línea de pobreza, menos del 30% de los dirigentes empresariales nacionales, y el 66,7% del contingente penitenciario, se hace difícil ocultar que aquí la clase sí importa, pero la raza es un combustible potente para la producción de asimetrías.

El año 2020 comenzó a darnos lecciones desde temprano, cuando tras el Carnaval, llegó el COVID-19. La primera información confirmó su incidencia democrática: ricos y pobres, blancos y afros, hombres y mujeres, todos por igual sujetos a la enfermedad. Para todos una misma tarea: cuarentena con distanciamiento social, máscaras y alcohol en gel.

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Tan pronto como se dio a conocer la noticia que contrastaba el perfil de los primeros infectados (blancos, clases media y alta, recién llegados de vacaciones en el extranjero) con el de los primeros en morir (trabajadores domésticos, afros,
pobres) se dio la primera lección: ninguna crisis es democrática. Cuando llega, son los afros quienes sufren primero la consecuencias y los primeros en sucumbir.

Los problemas de acceso a la salud y al saneamiento han hecho vulnerable a la población negra ya que es esta quien vive mayoritariamente en condiciones precarias, lo cual limita la prevención. Y como la mayoría depende de los hospitales
públicos, la espera por tratamientos fue generalizada. Así, la población negra se convirtió rápidamente en el grupo con mayor número de muertes por COVID-19.

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Otra lección sobre el racismo fue cuando los registros de la incidencia de enfermedades y muertes por color/raza dejaron de difundirse, lo cual impidió la medición de las consecuencias para los grupos raciales y habitantes de favelas y regiones periféricas. El 2020 nos enseñó que la invisibilidad es una estrategia para perpetuar las desigualdades raciales. Si no sabemos el color, el problema no existe.

Si el problema no existe, lo ideal es garantizar la nueva normalidad. Aproximadamente 6,4 millones de afros perdieron sus trabajos durante la pandemia. Los que no han perdido sus trabajos han debido transportarse en condiciones insalubres. Repartidores, choferes, criadas, porteros, limpiadores, etc.

La comodidad de la cuarentena para algunos es garantizada por un ejército de trabajadores sin la misma posibilidad.

Esta relación ha sido reportada por los medios nacionales. En junio, en la ciudad de Recife, una madre negra, empleada doméstica, lleva a su hijo al lugar de trabajo y confía el cuidado de su hijo a su jefa mientras pasea el perro. La jefa, aunque
comprometida con el cuidado del niño, se hace las uñas con una manicura.

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El niño afro de cinco años, solo en un ascensor, se pierde y cae desde lo alto del edificio mientras busca a su madre.

De este episodio, tantas lecciones. Tomemos dos: La intersección entre clase y raza es insuficiente para comprender el modus operandi del racismo en un país que mantiene viva su herencia colonial. Aquí este no opera únicamente en la producción de desigualdades, sino a través de un complejo mecanismo de elaboración de jerarquías de espacios (ascensores de servicio,
habitaciones de las criadas), relaciones (jefe y criada) y personas (blancas y negras).

La sociedad y especialmente las élites han interiorizado un sentido de superioridad/inferioridad que supera la relación riqueza/pobreza y se expresa, entre otras cosas, en la necesidad de mantener las relaciones de la “casa grande”,
actualizada como trabajo doméstico.

Las mujeres afro representan el 28% de la población nacional, están en la base de la estructura social y cuentan con pocas posibilidades de inserción en el mercado laboral formal. Se insertan con frecuencia en ocupaciones precarias y
subordinadas en las que son ignoradas en su subjetividad y reducidas a máquinas de trabajo.

En este momento se revela uno de los principales legados coloniales: la objetivación y la deshumanización.

Y, en el caso de los niños afro, tanto como la deshumanización, la adultización; es una estrategia poderosa ya que de esta manera se les niega su condición de fragilidad y, por lo tanto, la necesidad de cuidados. Así, son convertidos en objetos
de abandono y objetivos potenciales de las innumerables balas perdidas que este año mataron a más de una docena sólo en Río de Janeiro.

Despreciados como niños, forman parte de un proyecto necropolítico para trivializar la muerte. El 75% de los niños y adolescentes de 10 a 19 años víctimas de homicidio son negros, así como el 75,4% de los asesinados por la policía y el
75,7% de los asesinados por muertes violentas. En este punto, el 2020 también nos enseñó que el racismo es un catalizador de muertes violentas.

Se trata de una vieja lección. El dejen de matarnos es histórico. Sin embargo, tras el asesinato de George Floyd y las posteriores manifestaciones, aquí se repetía exhaustivamente la pregunta: ¿Por qué no se manifiestan como allí? Una lección más: En Brasil, una buena lucha antirracista es la que se da en otro país.

Un error. En Brasil, la resistencia es una condición para la existencia de los negros y las estrategias son seculares. Los casos de racismo han fortalecido a los nuevos movimientos negros, las articulaciones en redes y el activismo antirracista digital.

Además, las últimas elecciones municipales tuvieron en agenda la defensa de la candidatura de las mujeres negras. Esto cobró fuerza con la reciente decisión del STF sobre la asignación de recursos por parte de los partidos políticos para las
campañas de las candidatos negros.

La pandemia aún no ha terminado y el 2020 nos deja una última lección: hay que luchar contra el racismo. La tarea para el 2021 es responder a la pregunta: ¿Brasil, aprendió la lección?. (I)