“He conversado con la señora Ministra @mariapaularomo y desde el próximo jueves 24 de septiembre se retirará todo tipo de vallas, reemplazaremos con danza, música, bandas, teatro, el Centro Histórico debe ser protegido como lo que es, patrimonio de la humanidad”.

Han pasado dos meses desde que el alcalde Jorge Yunda hizo el anuncio en Twitter y más de un mes y dos semanas desde aquel esperado 24 de septiembre, pero las vallas metálicas del Centro Histórico de Quito siguen allí, amontonadas y grises, algunas envueltas aún con serpentinas de púas, a la espera de alguna manifestación callejera, de algún pretexto para levantarse y blindar al Palacio de Carondelet de un potencial enemigo que, con más o menos razones y frecuencia, suele marchar en masa por las vías aledañas. No hay danza ni música ni bandas ni teatro.

Los pocos turistas extranjeros que caminan en estos días de pandemia por las tradicionales calles no saben si estos fierros están ahí porque una manifestación se acerca o porque acabó de irse.

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Las vallas grises son del Ministerio de Gobierno, pero en medio aún tienen soldadas unas placas que dicen “Ministerio del Interior”, prueba de que en el casco colonial no solo es evidente la herencia histórica, sino también la de la parafernalia disuasiva que cada gobierno deja a su sucesor. Las han puesto en sitios estratégicos siempre. Lo hizo Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad, Lucio Gutiérrez, Rafael Correa, Lenín Moreno...

Pero también resisten y persisten las vallas azules, las que el Municipio suele instalar a la entrada de los conciertos para que la gente haga la fila o para separar las localidades caras de las más baratas. Hoy, muchas están en la puerta principal del Cabildo, en la planta baja del edificio en el que el alcalde Yunda tiene su oficina.

Ver las vallas antidisturbios apiñadas en el Centro Histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad, parecería no ser un escándalo para los quiteños, sino, más bien, parte del paisaje y de su camino cotidiano.

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En la intersección de las calles Guayaquil y Chile, una grotesca alambrada de más de diez metros de largo, apenas deja un espacio para la circulación de las personas. No obstante, los peatones se dan el tiempo de esperar su turno, de pasar pegaditos, respetuosos, como para no interrumpir la eterna siesta del armatoste.

Al otro lado de la calle está el convento de San Agustín, que guarda en su museo, por ejemplo, piezas únicas de la Escuela Quiteña. ¿Imaginan el impacto de disfrutar del museo o, simplemente, de mirar la majestuosidad colonial y, de pronto, encontrarse de frente con las vallas del Ministerio de Gobierno?

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Algo similar pasa en la iglesia de La Compañía, donde junto a la puerta principal, media docena de vallas sin oficio ni beneficio -de casi cuatro metros cuadrados cada una- yacen arrimadas a la cruz de la esquina, a modo de bienvenida. Allí, por el bien de la imagen turística del país, las postales deberían estar prohibidas o, quizás, hacerse bajo la condición de que se aclare que en Ecuador no hay ninguna guerra civil y que las vallas que aparecen junto a las centenarias iglesias son una muestra de lo religiosas que se han vuelto nuestras convicciones democráticas.

Una de las pocas excepciones frente a la desidia es Romelia Rojas, de 80 años, que detesta las vallas, porque le obligan a caminar más de lo habitual para llegar a su destino. Le pide al alcalde que piense en las personas de la tercera edad que corren el riesgo de sufrir un accidente, sin saber, ni de lejos, que el alcalde, en Twitter, ya ofreció retirarlas.

Para Rafael Chimbo, lustrabotas de la Plaza de la Independencia, las vallas son el recordatorio diario de que en cualquier momento sus horarios serán interrumpidos por la fuerza, una variable de lo que, en términos institucionales, se diría “inseguridad jurídica”.

“No solo nosotros los lustrabotas somos los perjudicados, sino también los restaurantes, los que venden artesanías, porque no solo es un día que cierran la Plaza, es a cada rato, a la hora que ellos quieren. Los señores Policías nos informan que una marcha vendrá a las 15:00, pero cierran la calle desde las 08:00. Y a veces, la marcha ni llega”.

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Guadalupe Tito, dueña de la cafetería Dulcería Colonial, en los bajos de La Catedral, también se queja de que las ventas han disminuido por el constante cierre de la Plaza de la Independencia, en cuyas aceras, por cierto, también hay vallas, de las grises y de las azules.

Pero los días pasan y la historia de la ciudad transcurre sin que haya fuerza humana que logre vencer a la muralla. El famoso microrrelato de Augusto Monterroso -que dice: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí- cabe. Cuando el alcalde, la ministra, el presidente, el lustrabotas, la señora del restaurante, el sindicalista que marcha, el policía que vigila despertaron, las vallas metálicas -las azules y las grises con púas- todavía estaban allí, en las puertas de las iglesias y en los callejones, en las fotos de los turistas, en el Centro Histórico de Quito. Hasta que otro tuit las reemplace por danza, música, bandas y teatro. (I)