Por Israel Celi Toledo

En 2014, el actual candidato demócrata a la Presidencia de Estados Unidos, Joe Biden, visitó en Brasilia a la expresidenta Dilma Rousseff, para entregarle personalmente un pen drive con 43 documentos producidos por autoridades norteamericanas entre 1967 y 1977. Los documentos revelan con detalle numerosos actos de censura, tortura y asesinado de la dictadura militar brasileña. La visita de Biden era una forma de disculpa por el espionaje al que fue sometida Rousseff en 2014, por la Agencia Nacional de Seguridad Americana (NSA, por las siglas en inglés).

Sin embargo, Biden también reflejaba cierta apertura de la administración Obama al reconocimiento de los errores cometidos por Estados Unidos en sus campañas de intervencionismo y de apoyo a regímenes criminales en América Latina. En 2015, Obama reconoció en Buenos Aires que Estados Unidos debe "examinar sus propias políticas, su pasado”, esto en torno a las graves violaciones de derechos humanos cometidas por las dictaduras latinoamericanas y por grupos paramilitares (especialmente en Centroamérica) que fueron permitidas y auspiciadas por los norteamericanos.

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Más allá de la retórica democrática de la administración Obama y del apoyo a un discurso democratizador en América Latina, los resultados concretos alcanzados fueron pocos. La región, como un todo, siguió ocupando un lugar marginal en la geopolítica norteamericana.

Con la llegada de Trump al poder, la desidia por América Latina solo aumentó. Bien podría afirmarse que no existe una política para América Latina en la administración Trump. Lo único que existe son visiones populistas dependientes de las fanfarronadas del presidente norteamericano, que, como puede esperarse, no definen un norte a seguir ni generan políticas concretas.

Así por ejemplo, en 2017 una declaración de Trump sobre una posible intervención militar en Venezuela, que nadie apoya en Estados Unidos (salvo el lobby de latinos venezolanos y cubanos), le dio a la dictadura venezolana elementos para echarle la culpa al imperialismo estadounidense por el hambre y la violencia en ese país. Si bien en 2002 la Casa Blanca mostró su júbilo por el efímero golpe de Estado en contra de Chávez, es claro que el desastre ocasionado en Venezuela se debe principalmente a problemas políticos internos y a la dependencia absoluta de las exportaciones petroleras. La intervención militar en Estados Unidos está descartada, pues solo tendría sentido si Venezuela supusiera una amenaza para la seguridad interna de ese país y no existe esa posibilidad.

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En el caso brasileño, el relacionamiento entre Estados Unidos y Brasil ha cambiado durante la administración Bolsonaro. El presidente brasileño se ha declarado el mejor aliado de Estados Unidos, apoyando sus intervenciones militares, su rol en Israel, su agenda conservadora extrema y su guerra económica contra China, pese a que China compra más a Brasil que Estados Unidos, Argentina y Holanda juntos. Las críticas del sector agroexportador y de las élites intelectuales que se avergüenzan por la sumisión absoluta de la diplomacia brasileña a un populista de derecha radical como Trump no se han hecho esperar. Además del apoyo que Trump ha ofrecido a Brasil para ser parte de la OECD y para fortalecer la industria militar brasileña, pocos han sido los beneficios de una agenda diplomática brasileña poco pragmática y moderada.

El alineamiento absoluto de Bolsonaro a la administración Trump puede traer problemas al bolsonarismo si Biden gana la Presidencia. El candidato demócrata ha criticado a Bolsonaro por desproteger la Amazonía y ha señalado que sumará los esfuerzos de muchos países para exigir que Brasil frene la tala indiscriminada. El sector agroexportador de Brasil que está por detrás de la destrucción amazónica ve con preocupación la posible agenda ambientalista de Biden. De igual forma, el ala más radical e ideológica del bolsonarismo no encontrará apoyo en el Partido Demócrata de Estados Unidos para su agenda golpista.

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La política contra las drogas en la administración Trump y en la administración Obama ha tenido las mismas características. Obama aplaudió la intervención militar de Colombia en la frontera de Ecuador con el objetivo de atacar un campamento guerrillero y Trump no tiene ningún interés en cambiar el enfoque militarista en la lucha contra las drogas. La guerra contra las drogas ha mostrado ser funcional para los intereses norteamericanos. Buena parte del oro que Estados Unidos importa de América Latina es producto del lavado de dinero proveniente del narcotráfico y el país del norte solo ha mostrado tolerancia frente a este tipo de economías ilícitas.

Ya en el plano migratorio, pareciera que lo único verdaderamente importante para Trump cuando de América Latina se trata es la lucha contra la creciente inmigración latina en Estados Unidos, proveniente principalmente de la región que fuera más afectada por la intervención estadounidense históricamente: Centroamérica. Pese a que Estados Unidos reconoce la necesidad de invertir en la región y promover desarrollo, la única respuesta por ahora ha sido el encierro de migrantes, la deportación y la inhumana retención de decenas de miles de niños que han sido separados de sus padres al llegar a Estados Unidos.

México ha seguido fielmente las exigencias de Trump para enfrentar las olas migratorias centroamericanas pese a la retórica izquierdista de López Obrador. La amenaza al libre comercio entre México y Estados Unidos ha hecho de López Obrador un presidente tolerante frente a las declaraciones racistas y ofensivas de Trump en contra de los mexicanos. En cuanto a Cuba, Trump ha fortalecido nuevamente las restricciones que Obama intentó relajar. El relacionamiento con el país caribeño trajo de vuelta las tensiones tradicionales.

Ya en los países andinos la intervención de Estados Unidos no ha sido relevante en las últimas décadas. Pese a la retórica anti-imperialista nunca Estados Unidos tuvo tan poca influencia en la subregión. Incluso después de bendecir el reciente golpe de Estado en Bolivia en contra de Morales, está dispuesto a reconocer el triunfo del MAS en Bolivia y el regreso de la izquierda en ese país.

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En cuanto a la influencia de Estados Unidos en el FMI o en el BID es real, pero ello no permite evidenciar una agenda imperialista en países como Ecuador, por ejemplo. Los problemas de la economía ecuatoriana son principalmente internos y tienen relación con las preferencias radicales e inestables de sus grupos económicos y políticos. Así como no tiene sentido echarle la culpa a China por la agenda extractivista y estatista del gobierno de Correa financiada en parte por el dinero chino, tampoco tiene sentido endilgarle al FMI los ajustes macroeconómicos demandados insistentemente por los economistas más influyentes del país.

Pareciera que los hechos relatados evidencian una gran influencia de Estados Unidos en América Latina. A decir verdad, evidencian lo contrario. Más allá de la retórica concreta y de las relaciones comerciales (que han cedido espacio frente al comercio con China), Estados Unidos, bajo el liderazgo de Trump o bajo el posible liderazgo de Biden (si llega a ganar las elecciones), no cambiará su tradicional patrón de relacionamiento con la región.

Este patrón da cuenta de una vocación norteamericana para mantener el statu quo en América Latina, una región que ha sido utilizada principalmente como campo de entrenamiento del ejército estadounidense. A diferencia de la intervención estadounidense que favoreció el desarrollo industrial y el progreso democrático en Asia, Estados Unidos no parece tener ningún interés en hacer de América Latina una región con altos niveles de desarrollo. Más allá de la retórica de los demócratas en favor de la democracia y los derechos humanos o del apoyo de los republicanos a regímenes conservadores y autoritarios, ninguno de los dos partidos ha promovido los cambios de fondo que son necesarios para desarrollar América Latina. Me refiero a las reformas imprescindibles en el campo de la infraestructura, la educación, el mercado y el acceso a la tierra y la tecnología que Estados Unidos promovió en Corea del Sur y en otros países asiáticos.

Quizá eso sea lo mejor. El espacio para gobernar nuestros países democráticamente existe. Además, Estados Unidos es un país con gran capital cultural que permite a las élites latinoamericanas la construcción de relaciones estratégicas con la pujante y diversa sociedad norteamericana y la transferencia de recursos y tecnología. En esta relación, quien debe tener la iniciativa son las élites democráticas de la región y el pueblo latinoamericano. Es momento de impulsar acuerdos básicos para estimular el desarrollo sustentable e inclusivo en América Latina. (O)

Israel Celi Toledo es doctorando en Ciencia Política por la Universidad Federal de Río Grande del Sur (Brasil) y profesor del Departamento de Ciencias Sociales y Jurídicas de la UTPL.