El nuevo rey de este mundo no necesita corona, le basta su nombre. Destructor de vidas y economías por igual, nadie le advirtió que vendría a un mundo precario, donde entre el trabajador y el consumidor solo existe un agujero negro. A millones de costureras en Bangladés las despidieron de la noche a la mañana, condenándolas a ellas y a sus familias al hambre, porque en Europa y EE. UU. nadie compra hoy los vestidos que ellas producen por una centésima parte de su precio final. El agujero negro se lava las manos, absorbe imparable, insaciable, todo lo que acumula.

El nuevo rey se encontró con un mundo desprevenido, que vive del día a día. Acostumbrado a extenuar el vientre de la tierra en busca de su sangre negra para quemarla y dispersar en el aire que respira las toxinas de sus excesos, se quedó preñado de barriles sin fondo, con los churos hechos pero sin fiesta.

El nuevo rey del globo descubrió que no puede herir a todos por igual: unos sufren desde sus torres y otros ni casa tienen. La muerte y la pobreza que siembra no la cosecharán todos sino los de siempre. Se acabó el mito de la Danza macabra, alegoría medieval que entre imágenes y poesía retrata a la Muerte arrasando con todos por igual. Con ella bailan el papa y la reina, el peón y el mendigo. Qué ingenua, qué idealista nos parece ahora esta idea de la muerte universal, aquella que no hace distinciones de clase.

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Mueren primero y más los pobres, los que no tienen torre donde refugiarse, los de los pulmones desgastados, los malnutridos, los que no tienen acceso a prevención ni tratamiento. Los avances de la ciencia valen menos si son pocos quienes se benefician de ellos. No hay riqueza verdadera sin igualdad social. Esta pandemia es una moderna danza macabra a cuya representación asisten unos desde sus palcos dorados y otros sentados en el suelo.

En Alemania lloran porque se canceló el Oktoberfest que en realidad se celebra en septiembre, pero donde sí se toma cerveza en cantidades masivas y entre masas. Se pospuso la Bundesliga que quizá volverá a estadios vacíos, pero entonces ya qué para qué, o sea para quién. Para los telespectadores, los que ven de lejos, desde las pantallas. La cerveza se puede tomar en casa, solos, el fútbol se puede mirar desde el sillón, acompañados de una cerveza. Así son los sufrimientos de los Rapunzeles de melenas rubias y brillantes que esperan en sus torres, pacientes, impacientes, que anhelan salir del confinamiento, convertirse en príncipes y princesas de vuelta a la libertad.

Otros están confinados en sus torres de marfil. Escriben. Leen. Observan el mundo a través de sus pantallas. Se observan. Artistas, se llaman a sí mismos. Viven en su imaginación así como los Rapunzeles viven en sus ambiciones.

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Pero la mayor parte de la humanidad no vive en torres de piedra ni de marfil sino en casas de paja como aquella de los tres chanchitos, la que se desploma con el primer soplido del lobo. Vivimos a la merced del lobo y el viento. Y, sin embargo, ¿no es una casa de paja también un nido? ¿No es un nido también un hogar? Hay que tejerlo redondo y compacto, al amparo de un árbol, en el corazón del bosque.

El problema es construir torres de marfil hechas de paja, colosales castillos de lata en pleno desierto. El problema no es ser pequeño y frágil, es pensar que se puede fingir y mentir y jugar juegos deshonestos en desigualidad de condiciones.

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El nuevo rey del mundo no necesita corona, le basta su nombre. Domina por igual a quienes lo reconocen y a quienes lo niegan. Aprovecha nuestras debilidades como el más astuto de los enemigos. ¿Qué hacer? Como hemos hecho desde siempre, podemos encerrarnos en nuestras torres y chozas, cerrar puertas, ventanas y cortinas, vivir en el delirio de la privacidad, decirnos que basta con los ojos y los oídos, con las pantallas y las palabras, decirnos que no extrañamos los olores y las texturas, que la virtualidad basta y alimenta aquello que ya sabemos. Podemos negar la realidad que está allá afuera o podemos reconocerla y decirnos “yo qué puedo hacer”, podemos decidir que las cosas no son como se presentan por la ventana, por esa única ventana al mundo que hoy por hoy se llama internet.

Lo cierto es que al final del día somos esa carne que anhela una caricia, esos ojos cansados de fragmentos que añoran un paisaje con sentido, somos esos oídos que prefieren escuchar una voz conocida antes que mil conciertos gratuitos y virtuales, somos ese paladar que no se contenta con fotos de comida, somos esa alma nacida para expandirse, para brillar el unísono con todas las almas. Somos todos. (O)