“Toda mi juventud la dejé en prisión por dos malditas letras que no tienen poder. Yo les daba vida”, dice Valmis Mejía, el Bambi, un excabecilla nacional de la Mara Salvatrucha (MS-13), convertido en predicador evangélico en una cárcel en el oeste de El Salvador.

De piel trigueña y 1,90 m de estatura, el expandillero de 45 años forma parte del equipo de vóleibol del penal de Apanteos, en la ciudad de Santa Ana, a 60 km de San Salvador, donde hizo carrera en la organización criminal después de ser extraditado desde Los Ángeles, California, donde llegó a los 15 años y dio sus primeros pasos como pandillero.

En Apanteos, sus compañeros lo ponen de ejemplo de cómo los pandilleros se pueden transformar, aunque todavía lleva las gigantescas letras MS tatuadas en sus brazos y abdomen, señales de su antigua pertenencia a “la Salvatrucha”.

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Su testimonio es un historial violento que le mereció una condena de 110 años.

Antes de Apanteos, Mejía estuvo 10 años en la cárcel de máxima seguridad de Zacatecoluca (‘Zacatraz’), que fue la “antesala del infierno”: recibió una ‘golpiza’ de bienvenida. Intentó quitarse la vida, pero se transformó cuando escuchó la prédica del ya fallecido pastor Édgar López.

Mejía sobrevivió años atrás a una revuelta carcelaria en la que lo dieron por muerto. Inconsciente y “bañado en sangre”, fue llevado junto a los cadáveres de otros reclusos a una morgue, donde despertó.

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Los tatuajes que retratan su paso por la pandilla no tienen significado para él desde agosto del 2016, cuando se retiró de la banda. “Mi deseo más grande es quitarme estas letras”, dice.

Se congratula de que con su testimonio le está “ganando almas a Satanás” para incorporarlas a la Iglesia bautista, a la que dice pertenecer.

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Cuando fue deportado a El Salvador en 1996, medró en la pandilla hasta alcanzar la posición de ‘ranflero’, título de los integrantes del mando nacional de la MS-13. Luego fue detenido y le impusieron una pena de 110 años, pero tras una revisión, se la rebajaron a 24 años. El año que viene queda libre.

Cuando recobre su libertad confía en ver a su hijo de 20 años y a su hija de 17, ambos residentes en Estados Unidos.

“Un día voy a abrazar a mis hijos”, asegura resignado. (I)