Cuando llega diciembre, llega el caos. No es que Quito haya sido ordenada antes, pero los festejos -endulzados, además, por las previas navideñas y de fin de año- agitan las actividades a todo nivel. En oficinas, colegios, universidades, empresas privadas, instituciones públicas... la mitad de la atención está puesta en cumplir las responsabilidades y la otra en cómo saltárselas. No es un asunto de empleados rasos, también entran en el juego jefes, directores, supervisores o gerentes. Pecar y no pecar dejan de ser excluyentes cuando la agenda de fiestas obliga a encontrar la manera de hacer ambas cosas.

A fines de noviembre de cada año, en los días previos a los festejos, el olor a canelazo en los actos públicos y el paso estruendoso de las tradicionales chivas marcan el inicio de un periodo en el que -de a poco- las calles se van sumiendo en una combinación de caos, algarabía, orgullo, catarsis y excesos.

Ya en la primera semana de diciembre, el primer gran desafío es moverse. La ciudad es larga y angosta, sin mayores vías de desfogue. Solo entre Calderón y Guamaní, barrios de referencia al norte y al sur, hay casi 50 kilómetros de distancia, mientras que a lo ancho apenas si se llega a los 10 kilómetros.

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La concentración de las actividades de casi tres millones de habitantes en ciertas zonas provoca congestiones diarias que el pico y placa, y los carriles únicos en horas de alta movilidad no han logrado evitar. Eso es lo cotidiano, pero en tiempos de fiesta la situación es peor.

Parque en el sector de Miraflores, en el norte de la ciudad de Quito. Foto: Alfredo Cárdenas

El ambiente saturado de canelazos, ventas ambulantes y reguetón se funde con la celeridad con que caminan transeúntes arropados hasta las orejas para combatir al frío, mientras desde los buses y vehículos particulares se observa con impaciencia inútil cómo la vida continúa, circula, en todo lado, menos allí adentro.

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Quienes viajan en bus, incluso, pueden mirar a través de las ventanas su destino -un edificio o un sitio de referencia-, pero permanecen inmóviles con la esperanza de avanzar en cualquier momento las pocas cuadras que faltan para llegar. No hay exageración cuando se dice que en horas pico y en un sector comercial uno puede demorar una hora o más en recorrer diez cuadras.

Quienes se trasladan en el Trole, la Ecovía o el Metrobús, que tienen vías exclusivas, van más rápido, pero no menos estresados: abrazan a sus carteras, esconden las billeteras, se cuelgan las maletas en el pecho, huyen o tratan de huir de los ladronzuelos que, de tanto ir y venir, ya son conocidos por los pasajeros más atentos y frecuentes.

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Tomar un bus en Quito en horas alta demanda es asumir el riesgo de viajar pegado, literalmente pegado, a un desconocido que, de pronto, se vuelve uno mismo. Manos, piernas, cabezas se cruzan en la aventura diaria. En periodo de fiestas, a duras penas se logra respirar.

Vista del Palacio de Cristal, ubicado en El Parque Itchimbía. Foto: Alfredo Cárdenas

Así, Quito cumple este jueves 6 de diciembre 484 años desde su fundación; atrapada en sus paradojas, como si de pronto se disputaran el mismo cuerpo su condición de pueblo y su jerarquía de capital cosmopolita. Allí conviven sus proyectos más emblemáticos con la mirada en el futuro -como el metro subterráneo o el Centro de Convenciones- y sus herencias más vergonzosas -como las montañas de basura, los baches de las calles y la inseguridad a toda hora-.

Del clima ni hablar: torrenciales lluvias, cargadas de granizo y tormentas eléctricas, se disputan el cielo con un sol resplandeciente, de rayos perpendiculares y temperaturas que recuerdan más a la playa que a la cordillera.

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El centro histórico, los miradores, las iglesias son aún sitios para sacar postales preciosas, paisajes urbanos que parecen detenidos en el tiempo y provocan asombro en los turistas y orgullo en los quiteños. Pasear en la noche por las plazas o visitar los museos y conventos es una experiencia maravillosa que va tomando fuerza más por la belleza de los parajes y la iniciativa privada que por la promoción del Municipio, cuyos sitios web contienen datos dispersos y desactualizados.

En la superficie, la farra quiteña tiene a La Mariscal, en el centro norte, como su epicentro. Decenas de bares, hoteles y restaurantes giran en torno a este sector para ofrecer una infinidad de opciones para la diversión, el entretenimiento y la cultura. En las profundidades, sin embargo, las mafias locales -que así como se desarticulan vuelven a aparecer- organizan el tráfico de drogas o disponen -al margen de cualquier autoridad estatal o municipal- zonas específicas para la prostitución o cupos para la vigilancia de carros en las zonas de parqueo.

La Iglesia de Santo Domingo está localizada en el Centro Histórico de Quito. Foto: Alfredo Cárdenas

En los últimos años, muchos negocios salieron de “la zona”, como se le conoce a La Mariscal, en busca de un mejor ambiente. Unos lo han logrado, mientras que otros tuvieron que cerrar. O regresar para sobrevivir. Al mismo tiempo, si a las diez de la noche a alguien le duele la muela, le costará mucho encontrar una farmacia abierta a esa hora.

Quien crea que conoce a Quito está condenado a fallar más de una vez. Hasta hoy, a dos semanas de que se cierre la inscripción de candidaturas, una docena de personajes han anunciado su interés en suceder al alcalde Mauricio Rodas, quien dejará el cargo en el 2019, luego de cinco años de una gestión que termina con un bajo nivel de respaldo en las encuestas y que se vio perjudicada por las denuncias de corrupción y su constante enfrentamiento con los concejales.

En las redes sociales, estos días dividen a quienes postean los festejos de quienes los critican duramente. Para unos, el resumen de las fiestas es simple: ruido, congestión, licor y violencia. Para otros, es la oportunidad de querer el sitio donde se vive, de sustituir la queja por la propuesta y de reencontrarse con lo propio: la belleza arquitectónica, las fiestas, la alegría, la comunión de vecinos. ¿Cómo? En ambos casos, no hay consenso. Otra vez, las paradojas se volvieron el desafío de una ciudad compleja, a la que cada día le aparecen nuevos temas por asumir (la migración, por ejemplo), a la que lo que le sobra por un lado y le falta por el otro. (I)