Por Paula Tagle

Desde 1994 me ha interesado Cerdeña. Fue el año en que conocí a Sara Ferrara, una de mis mejores amigas. Hasta ese momento, yo, latinoamericana recién llegada a Europa, jamás había escuchado de esta isla de 24.000 kilómetros cuadrados en medio del mar Mediterráneo. Por el idioma de Sara y sus comidas aprendí que Cerdeña era parte de Italia; poco a poco iba conociendo más de su cultura, única, no solo por insular, sino a cada región, porque su paisaje accidentado (más del 80% del territorio está formado por colinas) permitió que cada lugar desarrollara características y folclor propios.

Cuando la gente nos veía juntas, e incluso hoy, con un par de décadas encima, nos preguntan si somos hermanas. Y bien podría ser que siglos atrás compartiéramos algún ancestro, ya que navegantes fenicios llegaron a Cerdeña a partir del año 900 antes de Cristo. Y mis bisabuelos maternos vinieron al Ecuador desde Líbano.

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Pero lo que más me interesaba de las descripciones de Sara es que las mujeres de la isla, siendo ella misma un ejemplo, siempre ocuparon lugares importantes en su historia, se encargaron de negocios, de ciencia, de leyes, de política. Por ejemplo, la primera persona en recibir el premio Nobel de Literatura en Italia, fue una mujer de Cerdeña, en 1926, Grazia Deleda. E incluso en la edad media, Eleanora de Arborea, creó un código de ley que estuvo en efecto desde 1395 a 1827, que, entre otros decretos muy progresistas, daba a hijos e hijas los mismos derechos sobre la herencia.

Incluso parece que, desde los tiempos de la enigmática civilización Nurágica, que habitó la isla entre los siglos 1600-1200 antes de Cristo, había un gran respeto a la femineidad en el culto a la diosa madre, un símbolo de la fertilidad.

Los escalones de basalto permanecen intactos en el pozo sagrado de Santa Cristina.

Y lo puedo confirmar porque finalmente visito Cerdeña, a bordo del Yate Sea Cloud, en junio de 2022. Observo cómo abundan murales y estatuas dedicados a sus heroínas. Uno de los complejos religiosos nurágicos que visito, conocido hoy como el pozo de Santa Cristina, tiene formas femeninas. Este era un lugar para la purificación durante rituales religiosos. Construcciones circulares hospedaban a los peregrinos que venían con ofrendas de todo tipo, desde animales hasta estatuillas de bronce. Pero lo realmente impresionante son los veinticinco escalones de basalto perfectamente esculpidos que conducen al pozo de agua sagrada.

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Todo acerca de esta civilización es misterioso. Construyeron edificaciones tipo castillos con rocas gigantescas y paredes gruesas que se conocen como nuraghes (nuragas) dispersos en cientos por la isla (más de 7.000); de pronto, luego del siglo XI antes de Cristo, dejaron de hacerlo. Tal vez esta civilización se fundió con las tantas otras del Mediterráneo que llegaron a Cerdeña, como fenicios, cartaginenses, griegos, romanos. No conocieron la escritura, por tanto no ha quedado evidencia escrita conocida hasta ahora.

El pozo que visito ha tomado el nombre de Santa Cristina, porque con las rocas del Noraghe se construyó en el siglo XII una iglesia con tal nombre. Sin embargo, los escalones perfectos de basalto permanecen intactos. Dentro del pozo la temperatura desciende cuatro grados centígrados. Estoy finalmente en Cerdeña, en una construcción de tres mil años de antigüedad. Entonces el hombre y la mujer ya entendían que la vida viene del agua. El agua era sagrada, y aun debería serlo.