Por Gabriel Fandiño

Cierta mañana de mediados de julio de 1941, el sonido de motores aéreos interrumpió la rutina habitual en una pequeña escuela de Puerto Bolívar, provincia de El Oro. Isabel, de 8 años, junto con sus compañeros, salieron a disfrutar la vista de aquellos aviones surcando el cielo.

Los estudiantes se emocionaron aún más cuando vieron que las tres máquinas voladoras que se dirigían al puerto tenían la bandera tricolor ecuatoriana pintada en sus alas.

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Pero la emoción de Isabel se transformó en terror cuando escuchó por primera vez el traqueteo de las ametralladoras instaladas en los aviones, disparando a una zona habitada cercana. Eran en realidad aviones peruanos disfrazados de amigos. La guerra, que hasta ese día lucía distante, finalmente había llegado a su vida.

Isabel Plaza Criollo, de 88 años de edad, tenía solo 8 años cuando fue acogida junto con sus hermanos de 6 y 11 años en la Colonia de Altura de Sangolquí, que fue el hogar temporal de 55 niños. Foto: Archivo de Nécker Franco.

Ochenta años después, Isabel Plaza Criollo recuerda con una mezcla de emociones el increíble periplo que le tocó vivir junto con otros 700 niños orenses a partir de la declaración de hostilidades entre Ecuador y Perú en 1941.

En mi infancia trataba de imaginar qué se sentía vivir el horror de una guerra, y de paso estar lejos de mis padres. Era algo que mi mente infantil no podía digerir.

Nécker Franco Maldonado

Las Colonias de Altura

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El testimonio de Isabel es uno de los recogidos por el historiador e investigador orense Nécker Franco Maldonado en un libro que tendrá por título Los niños de la guerra, una historia olvidada (1941), de próxima publicación.

Nécker Franco nació años después de terminado el conflicto, aunque los sucesos del 41 siempre estuvieron presentes en su vida. “Mi padre vivió esa tragedia, y hablaba constantemente sobre lo sucedido en aquella época —recuerda Franco—: del éxodo hacia otras ciudades, el abandono del hogar ante la invasión, o de cómo los orenses enterraban los objetos de valor que no podían llevar consigo”.

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De todas las historias que su padre le contó durante su niñez, la que más empatía le generó fue la del supuesto éxodo de niños orenses hacia refugios en la Sierra. “En mi infancia trataba de imaginar qué se sentía vivir el horror de una guerra, y de paso estar lejos de mis padres. Era algo que mi mente infantil no podía digerir”, afirma.

Durante el confinamiento del 2020, Franco se dio a la tarea de investigar sobre aquellos hechos. En diarios de la época encontró información que confirmaba el relato paterno: en Guayaquil primero, luego en Babahoyo y, finalmente, en sectores aledaños a la capital (Sangolquí, Conocoto, Cayambe, etc.) fueron creados catorce refugios infantiles, mejor conocidos como Colonias de Altura, para recibir a los niños que huían de la frontera.

La Colonia de Altura ‘Machala’ (futuro edificio del hospital infantil Baca Ortiz de Quito) fue la más numerosa: albergó a 186 niños orenses. Foto: Archivo de Nécker Franco.

En Machala, Nécker Franco pudo encontrar a varios de aquellos niños, ahora octogenarios, y en Quito tuvo acceso a documentación oficial de la época con el plan general para la protección de la infancia orense. A través de los boletines de lo que entonces se conocía como el Ministerio de Previsión Social, el ministro Leopoldo N. Chávez informaba sobre la organización de la ayuda gubernamental y la de numerosas entidades privadas.

Primera parada: Guayaquil

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Los centros de acogida infantil eran el último eslabón de un proceso que se iniciaba con el éxodo desde las poblaciones fronterizas con el Perú hacia Guayaquil. Un extracto del libro, cedido por el autor, relata: “La principal ruta y una especie de destino obligado era Guayaquil, desde la actual parroquia de Tendales, del cantón El Guabo, aproximadamente a 15 kilómetros de Machala y, desde luego, sin carretera alguna, teniendo que atravesar huertas, luzaras, montaña tupida o muy densa, manigua, así como el propio río Jubones, en ocasiones muy peligroso; además, tenían que enfrentar la intensa humedad, los innumerables insectos y reptiles de la zona. No les resultaba fácil, especialmente a los grupos familiares, que trasladaban a cuestas o en acémilas parte de su menaje hogareño, así como a los ancianos y a los niños más pequeños”.

Otra ruta fue la que siguió Isabel Plaza Criollo junto con sus hermanos y sus padres, quienes viajaron a Guayaquil en el vapor Olmedo desde Puerto Bolívar. Lo hicieron de noche, por temor a los ataques de la aviación peruana.

El padre de Isabel había sido prisionero de las avanzadas peruanas en Machala. Antes de salir del cautiverio, pudo escuchar a los soldados comentar que el siguiente paso era la invasión de la ciudad de Guayaquil.

Una vez a salvo en Guayaquil, pero con una amenaza de invasión creíble al principal puerto del Ecuador (cosa que al final no sucedió), los padres de Isabel tomaron la difícil decisión de separarse de sus tres hijos y enviarlos a las Colonias de Altura de la capital.

La Casa Cuna número 2, ubicada en las calles Chimborazo y Clemente Ballén, era el sitio donde se inscribía a los menores. Allí se les realizaban chequeos médicos y se les dotaba de ropas y zapatos adecuados para el clima frío de los Andes.

Los pequeños y sus padres eran trasladados en lancha desde el malecón hacia Durán, donde niños y niñas de entre 6 y 12 años eran embarcados en trenes que los llevaban a la Sierra. El momento de la separación era sin duda el más difícil de todo el proceso. Juan José Arriaga Pazmiño, machaleño que en aquel momento tenía 6 años, recuerda que su madre y él lloraron abrazados un buen rato antes de que el tren partiera a su destino.

El Teatro Sucre fue escenario de eventos a favor de los niños orenses a cargo del Ministerio de Previsión Social, como esta presentación del coro de alumnas del colegio 24 de Mayo. Foto: Archivo de Nécker Franco.

Nuevas experiencias

Muchos de estos niños jamás habían viajado en tren, como otros tantos no habían subido nunca a la Sierra.

El paisaje andino que veían a través de las ventanas del ferrocarril era totalmente distinto al que estaban acostumbrados en la zona costera natal. La neblina, las pintorescas casitas construidas al pie de profundos abismos o el paso conocido como la Nariz del Diablo encendieron la natural curiosidad infantil. Juan José Arriaga rememora la atención de las parvularias en aquel viaje, quienes le indicaban los nombres de las elevaciones. La estupefacción de los niños subió al máximo cuando contemplaron a través del cristal al majestuoso Rey de los Andes y el pico más alto del mundo, el volcán Chimborazo.

Nécker Franco (i) y Juan José Arriaga (86 años), uno de los “niños” de la guerra de 1941. Foto: Cortesía de Nécker Franco.

El horror de la guerra quedaba ahora distante de los niños, en los escenarios bélicos de Huaquillas, Chacras, Balsalito, Guabil, Carcabón, Quebrada Seca, así como en Santa Rosa, Machala, Pasaje, etc., zonas que soportaban incursiones o bombardeos peruanos. En cambio, al llegar a las Colonias de Altura de La Moya, Conocoto y Sangolquí eran recibidos por los rostros amables de las monjas y los abrazos abiertos de las profesoras que durante varios meses se encargaron de la educación y cuidados de los pequeños refugiados.

En una época sin la dinámica de las comunicaciones actuales, las noticias del estado de los niños llegaban a los padres en la Costa de manera general y algo espaciadas en el tiempo, aunque casi siempre eran noticias satisfactorias. Los testimonios recogidos por Franco lo confirman: bien alimentados, constantemente vigilados y con la mente ocupada en la educación formal que les tocaba recibir a su edad. Isabel Plaza recuerda con cariño a las cuidadoras María Herdoiza y Rosario Segovia de la Colonia de Sangolquí.

Han transcurrido ya 80 años de este hecho y muchos de estos niños habrán muerto, llevándose sus recuerdos traumáticos, sin que nadie en el país haya alivianado su dolor.

Nécker Franco Maldonado

La experiencia de probar por vez primera los tallos dulces de los maizales que abundaban en los campos alrededor de las Colonias, o el de la camaradería fomentada al aire libre y bajo los rayos solares andinos, son varios de los recuerdos infantiles impregnados en las memorias que el autor ha recogido en su libro, sin obviar el trauma y el dolor permanente de la separación familiar en estos pequeños, algunos de los cuales permanecieron hasta seis meses en los hogares colectivos temporales.

Una vez que el conflicto bajó de intensidad, los menores regresaron con sus padres, haciendo el mismo viaje pero a la inversa.

El esfuerzo gubernamental, pero sobre todo el de voluntarias y educadoras, ayudó en algo a sobrellevar la dura experiencia de la separación, provocada por un conflicto incomprensible aun para los adultos. Como señala el autor: “Han transcurrido ya 80 años de este hecho y muchos de estos niños habrán muerto, llevándose sus recuerdos traumáticos, sin que nadie en el país haya alivianado su dolor”.

A los protagonistas de aquella experiencia que deseen compartir su testimonio, aún pueden hacerlo, poniéndose en contacto con el autor al correo necker.fm@gmail.com o al 099-081-9749. Él estará gustoso de escuchar su historia.

Los niños de la guerra en el mundo

El autor también ha incluido un estudio sobre la separación familiar de niños en los conflictos internacionales en aquellos años. La guerra civil de España durante la década del 30 del siglo pasado talvez sea el caso más dramático expuesto en esta obra: miles de niños separados de sus padres y enviados a refugios en Francia, Inglaterra, Suiza, Unión Soviética, México, etc.

También queda patente la experiencia durante la Segunda Guerra Mundial, en la que gran cantidad de niños fueron arrancados de sus hogares (a los que en muchos casos nunca volvieron) para ser llevados a Alemania en el marco del programa nazi conocido como Lebensborn. Miles de casos más en Varsovia y Francia, lo que dejó como resultado una generación traumatizada por la separación familiar.

En Latinoamérica, además del caso ecuatoriano, se señala la operación Peter Pan, que involucra a niños cubanos llevados entre 1960 y 1962 hacia los Estados Unidos, por motivación de sus padres, para protegerlos del régimen castrista. (I)