Luego de la independencia de Estados Unidos, en 1776, hacia final del siglo, la frontera natural de las trece excolonias en los montes Apalaches empezó una migración hacia al oeste. Medio millón de granjeros comenzaron a desplazar a las tribus indígenas que poblaban la extensa zona. A grandes rasgos, existían tres territorios de allende: la Luisiana francesa, que iba del golfo de México por el Misisipi hasta los Grandes Lagos; las posesiones españolas de la Florida y de Texas, hasta California, por el sur norteamericano; y la región noroeste del Misuri, hasta las montañas Rocallosas, que se mantenía como tierra de nadie.

En 1803, el presidente Thomas Jefferson negoció la compra de la vasta Luisiana con Napoleón I, duplicando la extensión de los Estados Unidos. Y con la visión de explorar los interminables territorios de la Gran Planicie, que se extiende por 2.500 kilómetros entre los Apalaches y las Rocallosas, organizó la expedición de Meriwether Lewis y William Clark, que partiendo de San Luis remontó el río Misuri hasta sus cabeceras, para cruzar las montañas y llegar al océano Pacífico, donde fundó un enclave. El viaje de ida y vuelta les tomó dos años y cuatro meses, recorriendo 12.500 kilómetros, un país jamás visto por los euroamericanos.

Con el mapa dibujado se abrió la denominada Ruta de Oregón, que iba desde Independence (Misuri), en el límite del medio Oeste, hasta el valle del río Columbia y sus afluentes, en la costa noroeste. En la década de 1810 se inició la migración de familias de pioneros en vagones de madera, tirados por bueyes, mulas o caballos, que dejarían su huella en el fango de la interminable llanura, así como en la nieve de las escarpadas sierras, vadeando, milagrosamente, caudalosas corrientes. Entre 1840 y 1860, tales caravanas transportaron a 250.000 colonos expuestos, eventualmente, al ataque de los indios, que temían las consecuencias de su imparable invasión. Debido a choques armados, 362 hombres blancos fueron muertos frente a 426 nativos, un número insignificante considerando que 20.000 viajeros murieron de enfermedades como cólera, tifoidea, sarampión y sífilis, a la vez que tribus enteras resultaron diezmadas por la afluencia de dichas pestes.

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Se calculaba que cuando Lewis y Clark hicieron su histórico viaje había 30 millones de bisontes en las praderas americanas. En los 1870 se mataban al ritmo de un millón por año. Foto: Shutterstock

En California se descubriría oro en las colinas al este de Sacramento, en las inmediaciones del lago Tahoe, en 1848, antes de ser incorporado como nuevo estado de la Unión americana, luego del despojo de amplios territorios del norte de México. La noticia originaría una migración, sin precedentes, que cruzaría por tierra el continente o navegaría por la vía del cabo de Hornos o el istmo de Panamá hasta llegar a San Francisco. El puerto de apenas 850 habitantes incrementaría su población a 20.000 en un año, por la afluencia masiva de hawaianos, mexicanos, peruanos y chilenos, a más de estadounidenses de la costa este y de Oregón. Decenas de barcos quedarían abandonados en su rada o sirviendo de improvisados hoteles. Sería el primer boomtown o ciudad de crecimiento rápido del lejano Oeste.

En el pico de la “fiebre de oro”, en 1852, se estima que llegaron 100.000 emigrantes, cuyo número iría decayendo por el agotamiento de los veneros del metal. Entretanto, los pueblos florecieron con sus salones de juego, bares y prostíbulos, donde el derroche de la riqueza obtenida en las minas era un imán para una pléyade de bribones. A fin de brindar apoyo a esta bonanza surgiría la Ruta de California, jalonada por un sinnúmero de asentamientos que se replican en las películas modernas del género wéstern.

Con la Guerra Civil (1861-1865), el fenómeno migratorio que se promovía bajo la prédica del destino manifiesto, esto es, el derecho divino de la colonización norteamericana del Oeste, se paró de golpe. Sin embargo, en 1862 el presidente Abraham Lincoln aprobó una ley para promover la construcción del ferrocarril transpacífico, otorgando sendas concesiones al Union Pacific y al Central Pacific, que acometerían el tendido de rieles desde California y Iowa, al tiempo, para encontrarse en un punto medio. A cambio otorgaría generosos subsidios y la propiedad de los terrenos a diez millas del eje de vía. Liberada la mano de obra al cabo del conflicto, su ejecución avanzó a pasos agigantados y se encontraron en Promontory (Utah) el 10 de mayo de 1869. De este modo, un viaje inseguro que duraba seis meses quedó reducido a pocos días en la comodidad de un vagón. En los siguientes 25 años, se construirían otros cuatro proyectos ferroviarios transcontinentales.

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Durante el periodo bélico, la incursión de mineros en los territorios de la Gran Planicie y las montañas Rocallosas había originado un estado de hostilidad con las numerosas tribus indígenas. Foto: Shutterstock

Durante el periodo bélico, la incursión de mineros en los territorios de la Gran Planicie y las montañas Rocallosas había originado un estado de hostilidad con las numerosas tribus indígenas: los lakotas, siux, crow, blackfeet, al norte; los cheyenes, apaches y comanches, al sur. Eran 225.000 nativos dispersos por un gran territorio que, al ver amenazado su modo de vida por la desenfrenada codicia del hombre blanco, decidieron enfrentarlo a sabiendas de su inferioridad numérica y de armamento.

El factor que desencadenaría estas guerras sería la caza indiscriminada del búfalo, que había escalado con el propósito de alimentar a decenas de miles de obreros de los ferrocarriles, siendo a la vez la principal comida de los nativos. Se calculaba que cuando Lewis y Clark hicieron su histórico viaje había 30 millones de bisontes en las praderas norteamericanas. En los 1870 se mataban al ritmo de un millón por año. Pronto, sus manadas desaparecerían y hacia 1889 estas bestias peludas apenas se contaban por miles.

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La acción de armas más célebre se produciría en Little Big Horn (’pequeño gran cuerno’), en el estado de Montana, en 1876, cuando un regimiento de caballería al mando del general George Custer atacó una aldea de indios: cayó emboscadó por 2.000 guerreros liderados por Toro Sentado y Caballo Loco, que virtualmente exterminaron a sus 268 efectivos. Por la gallardía demostrada en el combate, no tomaron como trofeo su rubio cuero cabelludo. A la larga, los jefes indígenas quedarían condenados al aforismo de que “el único indio bueno es el indio muerto”.

Conquista del Oeste americano.

En acto de mea culpa, el presidente Rutherford Hayes en su mensaje al Congreso, al año siguiente, reconocería: “Muchas sino la mayoría de guerras con los indios han tenido su origen en promesas incumplidas y en actos de injusticia de nuestra parte”.

Entre las milicias confederadas desmovilizadas, al término de la Guerra de Secesión, surgió como figura emblemática de los outlaw —o bandidos del Oeste— el joven Jesse James, que asaltó a discreción bancos y ferrocarriles, y consiguió escapar asombrosamente de sus perseguidores durante dos décadas. La prensa del sur derrotado lo convertiría en una especie de Robin Hood, que terminaría asesinado por un miembro de su banda para cobrar los 10.000 dólares que se ofrecían por su captura, vivo o muerto.

Ya por finalizar el siglo XIX, la mítica frontera del lejano Oeste había desaparecido y los nuevos territorios estaban plenamente integrados a los Estados Unidos. Aunque recién en 1924 se emitió la ley en el Congreso que otorgó plena ciudadanía a los indios, cuya asimilación cultural en reservas, que eran eriales donde se vivía a expensas del subsidio público, solía restringirse al destino común de vagabundear, robar o perecer.

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