Francisco Pizarro (1478-1541), conquistador del Perú, se encontraba satisfecho de haber alcanzado una pax romana, luego de vencer la resistencia indígena y triunfar en la guerra civil contra su socio Diego de Almagro. Habían transcurrido 17 años desde su primer y fallido viaje de conquista; 14 desde el episodio de los Trece de la Fama, que le permitió darle continuidad a su odisea desde la Isla de Gallo a Tumbes, para tener noticias ciertas del Imperio inca; y 9 desde la famosa captura de Atahualpa que lo convirtió de golpe en señor del Tahuantinsuyo.

En premio a sus esfuerzos, el emperador Carlos I de España le había concedido el título de marqués, que dentro de la jerarquía nobiliaria es superior a conde e inferior a duque. Logro inimaginable para un soldado analfabeto que había llegado a Panamá, joven, sin nombre y pobre, donde participó en el descubrimiento del océano Pacífico junto con Vasco Núñez de Balboa en 1513.

Con tenacidad a toda prueba, había cumplido el sueño de emular a su pariente Hernando Cortés, oriundo también de Trujillo, Extremadura, quien, con la conquista de México (1519-1521), se convertiría en el referente de una pléyade de capitanes y aventureros que vendrían a “hacer las Américas”.

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Pizarro porfiaba de la paz que había ganado a brazo partido, aunque la sangre derramada con profusión en el bando almagrista seguía clamando justicia y, desde luego, venganza. Llama la atención que un caudillo veterano no haya reaccionado ante la amenaza que se cernía. Muchos lo atribuirían a su incipiente senilidad; para los estándares del siglo XVI era un anciano de 63 años.

Retrato de Francisco Pizarro (1835), por Paul Coutan, Palacio de Versalles. Tomado de Wikipedia. Foto: El Universo

Pese al poder y riquezas que había acumulado, era un hombre austero, de gustos sencillos. Solía ser codicioso y avaro, aunque a la vez desprendido y dadivoso con aquellos “peruleros” que le habían ayudado a asegurar la Nueva Castilla. De temperamento calmado, ocasionalmente podía ser colérico; iracundo llegaba a ser cruel, pero en general no era propenso a los estallidos. De carácter taciturno y desafecto a las arengas, era buen amigo, aunque resentido y mal perdonador.

Viejo solterón no tenía mayores vínculos afectivos, salvo sus medio hermanos: Hernando, que al ser el único hijo legítimo de su padre, ejercía el mayorazgo familiar (que era su favorito), a la vez que Juan y Gonzalo Pizarro, además de Martín de Alcántara que era hermano de madre. Destacar que, pese a ser bastardo, Francisco estaba orgulloso de su linaje de hidalgo, heredad que provenía por línea paterna sin excluir a los hijos fuera de matrimonio.

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En su etapa postrera se llegó a encariñar con dos ñustas o princesas incas, Inés Huaylas y Angelina Yupanqui, que le darían cuatro hijos, una mujer Francisca (que casaría después con su hermano Hernando), y tres varones, ninguno de los cuales llegaría a la adultez. De este modo, como tantos otros españoles, promovió la fusión cultural y de razas que se conocería como mestizaje.

Era un líder natural que sabía ganarse a la tropa, dando ejemplo de arrojo al luchar en la vanguardia contra los guerreros indianos. Compartía como un miliciano más el rigor de participar en prolongadas campañas, sin privilegios a la hora de acampar, en el lecho o las viandas. Tenía fama de ser un jefe justo al momento de dividir el botín, a tal punto de que de 160 hombres que participaron del reparto de oro y plata del rescate de Atahualpa, apenas dos alegarían sentirse perjudicados.

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Retrato del conquistador

“Como caudillo indiano y quinientista, sus metas fueron tres: el triunfo, el botín y el poder. A estas debe añadirse un principio religioso que debía actuar en primer lugar pero que, en realidad, ocupaba el cuarto: la cristiandad”, según el historiador peruano José Antonio Del Busto Duthurburu.

Era alto, flaco, de miembros fibrosos. El rostro era alargado, medio rectangular, destacando el bigote poblado, la barba recortada, sin canas. La piel blanca solía estar tostada por el sol americano. El cabello negro y los ojos castaños, serenos, que miraban fijamente al observador. De nariz rectilínea, bien proporcionada, labios delgados, orejas grandes y gruesas. En la frente tenía dos profundas arrugas que la surcaban de sien a sien. En conjunto, su porte era señorial.

Lo que más pesaba en su conciencia era no haber intervenido para impedir el ajusticiamiento de Almagro, luego de su fracasada expedición a Chile y la toma que este hiciera de Cuzco, alegando que quedaba dentro de los territorios que le habían sido concedidos por Cédula Real, denominados Nueva Toledo. En 1538, Hernando lo derrotó en batalla y sin miramiento alguno lo ejecutó, dejando abierta una herida entre pizarristas y almagristas (en España sería encarcelado 25 años por su atrevimiento de asesinar a un gobernador real).

El domingo 26 de junio de 1541 acudió a misa en la Plaza de Armas de Lima, llamada así por los encomenderos que solían portar armas cuando paseaban por el espacio público. Luego estuvo de regreso en su amplia y cómoda mansión, que conforme a su estilo de vida era sobria y sin lujos. En la víspera, mientras cultivaba su huerto, había recibido a un clérigo embozado que temeroso le había confesado que los partidarios de Diego de Almagro el Mozo, joven hijo mestizo de su rival, habían comprado armas para atentar contra su vida.

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Se encogió de hombros y no le dio mayor importancia, toda vez que recientemente había recibido avisos semejantes. Dispuso apresar a los cabecillas del bando enemigo en la tarde del día siguiente, para no echar a perder el fin de semana.

Promediando el mediodía, rodeado de una veintena de allegados, a la espera de que se sirva el almuerzo, prorrumpió un criado a la carrera para, en medio del jadeo, dar la alarma: “¡Señor, los de Chile vienen a matar a vuestra señoría!”.

Al instante se escuchó a un tropel que recorría los patios interiores de la villa al grito de “¡Viva el rey, muera el tirano!”. Era una docena de hombres, fuertemente armados, encabezados por Juan de Herrada, uno de tantos resentidos por el despojo de bienes de que habían sido objeto. Subieron raudos por la escalera que los conducía a la planta alta; en el rellano, un oficioso mediador quiso contenerlos en vano. En la alcoba, Pizarro tomó su espada para enfrentarlos mientras un paje le colocaba la coracina. Su hermano Martín de Alcántara, que intentó defenderlo, cayó muerto; en el acto, Pizarro quedó rodeado de atacantes; pudo matar a uno de ellos, pero pronto recibió cuchilladas a traición, una de las cuales le cortó la yugular. En un esfuerzo agónico, arrodilló una pierna intentando sostenerse con su acero; fue cuando lo remataron al golpearlo con un pesado jarrón en la cara.

El asesinato reanudaría un nuevo proceso de guerra civil que duraría siete años. (I)