La importancia de los espacios abiertos y verdes va ganando peso en la mente de muchos, aun después de que algunas medidas de bioseguridad (como los aforos) empezaron a relajarse en países como el nuestro, porque se percibe un descenso en las cifras de la pandemia.

Ahora, cuando hablamos de reunirnos, nos preguntamos: ¿Abrimos las ventanas? ¿Hay mesas afuera? ¿Vamos al parque? Queremos respirar aire fresco. Pero también queremos recibir luz natural y ver el entorno que durante algún tiempo no pudimos.

“Recordemos cómo crecieron nuestros abuelos y padres, y quizás muchos de nosotros”, dice Alfredo Tinajero Miketta, especialista en desarrollo infantil, doctorado en Desarrollo Humano Temprano. “Nos subíamos a los árboles. Corríamos descalzos sobre el pasto y la tierra. Y nos bañábamos en el río Guayas. Hoy, desgraciadamente, esta realidad ha cambiado”.

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En el libro El último niño de los bosques (Salvando a nuestros niños del trastorno de déficit de naturaleza), Richard Louv explica cómo el creciente urbanismo ha hecho que los niños del siglo XXI crezcan desconectados de la naturaleza, indica Tinajero, y esta desconexión tiene efectos adversos en el aprendizaje y la salud, y también en el desarrollo de los valores del amor, el cuidado y la unión con el mundo natural. “El efecto negativo de la separación hombre-naturaleza cobra hoy mayor fuerza debido a las muchas horas que pasan los niños sentados frente a un escritorio o televisor”.

Según investigadores de la línea del estadounidense Louv, los espacios abiertos y verdes le ofrecen al niño la oportunidad única de interactuar en ambientes más libres, inventar juegos, hacer ejercicio, poner sus propias reglas y al mismo tiempo divertirse.

“La evidencia indica que este contacto es beneficioso para el sistema inmune”, añade Tinajero, “pues eleva las defensas del organismo, ayuda a controlar los niveles de estrés y reduce la masa corporal. Además, favorece a la autodisciplina y autorregulación; mejora la concentración, ayuda a recuperar el nivel de atención luego de realizar tareas académicas prolongadas, eleva el rendimiento académico y, en el campo pedagógico, ayuda a mitigar comportamientos relacionados con déficits de atención y concentración”.

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No es poco, ¿verdad? Hay más. “En lo psicológico, los espacios verdes ayudan a conectarse con estados emocionales básicos que llevan al autodescubrimiento y –algo extremadamente valioso– la capacidad de maravillarse”.

Para los docentes, la naturaleza y los espacios verdes pueden ser un marco de enseñanza-aprendizaje para el desarrollo del lenguaje, las matemáticas y el arte. Esto equivale a darle voz a la naturaleza, en palabras del educador, “dejarla que hable, contemplándola con todos los sentidos, para observar sus ritmos y sabiduría”.

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Un caso local: la Fundación Amiguitos del Océano, en la península de Santa Elena, nos da ejemplo de cómo combinar la enseñanza del aula con la enseñanza en la naturaleza y al aire libre. “El océano ofrece a los niños ideas para narrar historias, discutir valores sobre la necesidad de cuidar el agua, identificar y dibujar especies marinas, y desarrollar proyectos de protección ambiental”.

Tinajero, autor de Estimulación temprana: inteligencia emocional y cognitiva, invita a padres y maestros a rescatar en favor de los niños las experiencias de espacios verdes y abiertos. “Esto es especialmente importante en estos tiempos de COVID-19 en que los niños han sufrido de encierros prolongados y mayor tiempo frente a una pantalla de computador. ¡Que subirse a un árbol sea parte del pénsum de estudio!”.

Ventajas para el niño y para los profesores

Cuando pensamos en escuelas, muchas veces imaginamos edificios llenos de aulas, con escritorios y pizarras (al menos los adultos lo hacemos). “Pero no debe ser así necesariamente, una escuela puede ser mucho más que esto”, defiende Pilar Caicedo Aspiazu, magíster en Educación.

Si la escuela en que trabajan tiene áreas verdes, deben ser utilizadas todos los días, no solamente para el momento de recreo, sino dentro de las actividades. Y si la escuela no tiene espacios verdes, siempre hay la posibilidad de visitar un parque cercano”, propone la educadora.

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Las escuelas, continúa Aspiazu, pueden integrar los espacios verdes y la naturaleza dentro de su cotidianeidad. Aquí expone algunas formas muy sencillas de hacerlo:

"Si la escuela no tiene espacios verdes, siempre hay la posibilidad de visitar un parque cercano”, propone la educadora Pilar Caicedo. Foto: Shutterstock
  • Ventanas amplias. Poder observar lo que está ocurriendo fuera del aula, el ampliar el rango visual del alumno, le ayuda en el manejo de la ansiedad, a sentirse menos encerrado y, sobre todo, a relacionarse con lo que hay fuera de la escuela.
  • Actividades planificadas en espacios verdes. Para aprender sobre los insectos, vale mucho más un paseo por el parque que leer un libro entero sobre el tema. Por qué no convertirse en exploradores por un día y armar un diario de todo lo observado. Cada niño y niña podrá aprender a través de todos sus sentidos.
  • Desarrollo de la conciencia ambiental. Se habla mucho de lo importante que es educar en el respeto al medioambiente, sin embargo, cómo lo hacemos si no tenemos la oportunidad de vivirlo. El que un alumno esté en constante contacto con animales y plantas hace que los comprenda mejor y se interese en cuidarlos y protegerlos.
  • Desarrollo de habilidades. La actividad física es importante para la salud, pero también para el aprendizaje. Los niños necesitan moverse para aprender a coordinar el cuerpo, subirse a los juegos para saber equilibrarse y para tener fuerza en las manos, lo que luego los ayudará en el manejo del lápiz.
  • Juguetes de materiales naturales. El respeto por la naturaleza debe darse dentro y fuera del aula. Una forma de demostrarlo es optar por papel, cartón y madera, y usar menos plástico y fómix. Somos el ejemplo de nuestros alumnos, y aunque no nos demos cuenta, cada decisión que tomamos va a influenciarlos.

Educación en ciudadanía: una ventana a la comunidad

Los entornos naturales influyen en los alumnos de tal manera que resulta imposible ser indiferentes a lo que ocurre en estos espacios, indica el investigador educativo Eduardo Molina, autor del libro Pedagogía de la denuncia. Esta situación, añade, presiona por una modificación o flexibilización curricular.

“Específicamente, en cuanto a la educación en ciudadanía, se promueve un acercamiento a la comunidad y a sus problemas, y una oportunidad para desarrollar empatía e interés por ayudar a solucionar dichos conflictos, y en esa búsqueda se producen aprendizajes que comprometen la formación de un ciudadano crítico y participativo”, sostiene Molina.

“Una excelente forma de leer libros que a uno le interesan es, justamente, leyendo en parques o espacios abiertos, no en escuelas-invernaderos”, dice el investigador Eduardo Molina. Foto: Shutterstock

La pandemia demostró que una educación en línea no es posible, afirma el investigador, “a menos que se haya trabajado en competencias autodidactas, es decir, ser capaz de estudiar por sí mismo sin ayuda de otros. Para eso, la escuela debe preocuparse de aquí en adelante de formar desde etapas tempranas buenos lectores”. ¿Qué es un buen lector? Alguien que es libre de escoger su lectura, “ya que esta no debe ser impuesta”.

Molina está consciente de que esto supondría una flexibilización curricular, en la que el profesor sea lo suficientemente perspicaz para reconocer los aprendizajes de cada niño en su autoeducación. Además, concluye, “una excelente forma de leer libros que a uno le interesan es, justamente, leyendo en parques o espacios abiertos, no en escuelas-invernaderos”. (F)