Por Sergio Cedeño Amador*

Cada vez que llega octubre y veo en la hacienda Cañas al fabuloso árbol de chicle —llamado vulgarmente chicozapote o níespero (Manilkara zapota)— cargado de frutos, no pierdo la oportunidad de acariciarlo como se lo hace con un caballo o un toro, y recuerdo al mismo tiempo su antigua historia.

Este bello árbol pertenece a la familia Sapotaceae, la misma de otros frutos, como el caimito, mamey, canistel, cauje y lúcuma.

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Es un árbol milenario y también sagrado para los mayas, puesto que su origen se ubica en el sur de México, especialmente el estado de Quintana Roo, donde aún abunda, y de la selva del Petén, en Guatemala y Belice.

Los mayas tenían la costumbre de sacar el látex del tronco haciéndole incisiones oblicuas parecidas a las que se hacen hoy con el árbol de hule o caucho. Luego hervían el líquido para que se tornara una goma que llamaban tzitcli, de donde viene el nombre de chicle, y posteriormente lo mascaban indefinidamente para limpiarse la boca antes de las ceremonias y para mitigar la sed y el hambre.

Todo esto observó el inventor norteamericano Thomas Adams, quien en 1860, agregándole azúcar y saborizantes a esta goma, inventó el famoso Chiclets Adams.

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Más tarde, en 1898, Willian Wrigley se hizo famoso al agregarle menta a la “goma de mascar” y al enviarles de regalo cuatro chicles a 1′500.000 personas en Estados Unidos, por lo que su foto apareció en la revista Time de octubre de 1929.

Durante la Primera Guerra Mundial se dio un notable auge del chicle por las campañas que decían: “Mascar chicle baja la tensión, mitiga la sed y el hambre”, tanto fue así que en las raciones del Ejército de los Estados Unidos siempre se incluían chicles.

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Todo el chicle en esa época provenía de los millones de árboles silvestres existentes en México, lo que hizo famoso a los chicleros, hombres que extraían de la selva el valioso material.

Desde mediados del siglo pasado, la competencia de los chicles a base de derivados de petróleo ganó mercado a los chicles orgánicos o naturales; pero aún siguen extrayendo chicle, y con grandes esfuerzos, unas pocas cooperativas en las últimas selvas de México, en Campeche y Quintana Roo.

Cada árbol produce aproximadamente 2 kg de chicle; mas, luego de su extracción, no se puede volver a extraer hasta tres años después, una vez que cicatrice la herida del tronco.

En dichas selvas desgraciadamente habita también la mosca chiclera, llamada también jején (Lutzomyia), que más parece un mosquito y que transmite un parásito que causa la enfermedad de leishmaniasis, que causa úlceras en las orejas de los chicleros. Por eso, a algunos de ellos les falta un pedazo de oreja.

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Y todo esto mientras aquí en Ecuador nosotros disfrutamos de comer los deliciosos frutos del árbol de chicle, llamados nísperos o chicozapotes, que son ricos en fibra, antioxidantes, vitaminas A y C, y muchos minerales beneficiosos para la salud humana.

* Miembro de la Academia de Historia del Ecuador.